Tú siempre enamorada, yo siempre satisfecho, los dos una sola alma, los dos un solo pecho…”, cantaba Lorenzo de Monteclaro, el Hijo Predilecto de Cuencamé Durango. La melodía, entre guitarrazos lánguidos y suspiros de acordeón, seguía con algo del tipo, entiendo que tus besos jamás han de ser míos, comprendo que en tus ojos no me he de ver jamás… Y entonces recordé el famoso Nocturno de Manuel Acuña; tanto que hasta música le habían puesto.

La historia es harto conocida. El poeta, antes de merendarse unas cuantas cucharadas de cianuro, escribió con desesperada pasión esos versos (atiborrados de melcocha) a Rosario de la Peña y Llerena, la chica más deseada por la banda intelectual en aquella época. Esto sucedió una brumosa noche de diciembre de 1874. Es más; el incomprendido enamorado ni siquiera había completado sus veinticinco otoños.

En efecto, doña Rosario era linda, altiva y tenía todo lo demás: familia de abolengo (lo que esto signifique), patrimonio rimbombante y admiradores de a montón. Poetas, políticos, novelistas, periodistas y un largo etcétera, asistían cada semana a admirarla en su elegante casona: Ignacio Manuel Altamirano, Vicente Riva Palacios, Manuel M. Florez, Luis G. Urbina, Juan de Dios Peza… Allí la conoció, aunque lo he dicho, era una musa muy perseguida, sin tiempo ni ganas para un pueblerino más sombrío que galante, más huidizo que risueño.

Él venía del lejano Saltillo, en el estado de Coahuila. Su familia lo había enviado a la capital para que continuara los estudios. Después de aprender francés, latín y aritmética en el prestigioso Colegio de San Ildefonso, empezó la carrera de medicina pero, al parecer; faltaba con frecuencia a los cursos y en lugar de aplicarse en la disección de los cuerpos, prefería las novedades literarias que llegaban desde la Europa del Romanticismo.

Imagino que la bella Rosario ya estaba acostumbrada a ignorar pretendientes, como lo había hecho con José Martí o con Ignacio Ramírez “el Nigromante”, así que un chico callado, con pinta de fantasma triste, no iba a ser la excepción.

Como a ninguno le dio alas, el caribeño se marchó apesadumbrado a luchar por la independencia. Menos mal, sino Martí, “enamorado y satisfecho”, no hubiera pensado más en batallas, salvo aquellas que implicaran caricias, susurros… Pese a todo, desde La Habana le mandaba cartas así: “No sé con cuánta alegría repito yo muchas veces este dulce nombre de Rosario, un amor tempestuoso quema…".

Por su parte, el Nigromante, viudo y cansadas ya sus fuerzas de político liberal, se dio cuenta de lo vano de sus ruegos: “Al inerme león el asno humilla, vuélveme Amor mi juventud…”.

La historia, la leyenda, el mito, llámelo como guste, culpa a la inolvidable de Rosario (con pertinaz machismo, igual que a Eva, a Cleopatra, a…) del trágico final. “Un joven que vio interrumpida su escalada al Olimpo de las letras”, supongo que algo así dijeron los periódicos de aquel tiempo.

Sin embargo, hay voces que señalan que de vez en cuando al coahuilense se le quitaba la timidez para protagonizar uno que otro escarceo: que si la portera del edificio, que si la lavandera de la esquina. Por el lado melancólico, no sólo los afectos sin respuesta de la innombrable alimentaban la depresión, también la muerte del padre le saturó de nubarrones el ánimo.

Ahora bien, eso de musicalizar poemas no es nuevo (¿qué lo es?), el ejemplo más claro que se me ocurre es el de Serrat. ¿Se acuerdan de los versos de Machado? Caminante no hay camino, se hace camino al andar, pero me estoy desviando.

Regreso a Rosario, según youtube, no sólo don Lorenzo ha cantado el Nocturno, también el sinaloense Chalino Sánchez, famoso más por subir armado a los escenarios y por escribir corridos por encargo (de narcotraficantes) que por su afición a la poesía romántica y Los Alegres de Terán, pioneros de la música norteña lastimera, pero de rima fácil.

En fin, ya lo sabemos, al poeta la muerte le arrebató un futuro literario (¿promisorio?) y la ocasión de disfrutar del amor auténtico de la musa. No obstante que publicó otros poemas y hasta piezas de teatro, su obra imborrable es es la que firmó con el veneno fatal.

Para honrar su memoria, el apellido Acuña preside un pueblo polvoriento en los límites de la patria y sus restos descansan en la Rotonda de los Coahuilenses Ilustres, pero creo que la mayor de las glorias es que sus versos circulen anónimamente en la voz de los trovadores norteños y sirvan para saborear las penas del amor. Y al final, todo esto gracias a Rosarito, que fue la luz de sus tinieblas, la esencia de las flores, la lira del poeta, según el Nocturno.