Ripios poéticos en casi todos los poemas de Invención de la locura, salvo quizá en “Las gatas no saltan por la ventana”, el más simbólico de los textos del poemario, caracterizado por un plural parsimonioso, como diría Roland Barthes en S/Z, y que marca uno de los pocos ritmos vocálicos (el valor de a acentuada) de ese poema como sistema y vocalismo dominante en toda la obra, aunque plagado por la falta de dominio del idioma. Vicio común a los escritores de habla hispana, como lo es la siguiente falta de dicción: al sustantivo poseedor en singular o plural no siempre corresponde lo poseído en plural: “Por eso las gatas no deben arrojarse por las ventanas/aunque sean muy listas y ágiles/Lo más conveniente es que maúllen desde dentro de sus casas” (p. 31) y este verso sencillo: “los enfermos atados a sus camas” (p. 67, cursivas de DC).

¿Cuántas casas tienen colectivamente las gatas de este poema y cuántas camas posee cada enfermo? O individualmente cada gata o cada enfermo: una sola, por supuesto. Hasta burlarse de la gramática en un poema tiene sus consecuencias. Se paga por eso. Al igual que burlarse de los galicismos empleados por Silverio en su poemario: “pero es que sigo cargando las mismas piedras” (30). ¿No es más castizo y económico decir: “pero sigo cargando las mismas palabras”?

Rosa Silverio

Y burlarse de la gramática tiene su precio. Se castiga con el sinsentido o la anfibología, cuando Silverio emplea mal los gerundios antepuestos o pospuestos sin guardar la obligatoria concordancia de los tiempos verbales: “los cubriré con el manto de la virgen (…)/acortando la falda, enseñando los tobillos/besando al mendigo que me pide unos centavos” (p. 28), “que no me perdonará nadie/pero es que sigo cargando las mismas piedras/caminando en renglones totalmente torcidos/y ahogando la palabra con la lengua” (p. 30); “y me iré caminando hacia el río/a dormir mi último sueño”; y, “se ha ido corriendo de este criadero de moscas” (p. 68). El gerundio es un presente que exige como concordancia verbal otro tiempo presente, pero en los casos de marras Rosa Silverio ha usado dos futuros y un pretérito perfecto de indicativo: se ha ido. 

En esta burla a la gramática, el discurso de Silverio proclamaría: ¿Qué me importa saber si un gerundio está bien o mal empleado y qué me importa a mí la regla de la concordancia de los tiempos verbales? La producción de disparates semánticos y léxicos, así como el uso abundante de verbos comodines y ripios poéticos son la consecuencia directa de esta ignorancia. ¿Qué me importa el uso de galicismos, si así lo escribí y me suena bien?: “y es que aquí todos estamos muertos” (p. 68). ¿No es más poético decir “y aquí todos estamos muertos”? Inconsciencia.

Como inconsciente debe ser para la cura de la dueña del yo biográfico decirle al padre: tú eres el inconsciente o decirle a Dios, tú eres el inconsciente. Pero esto sería una repetición de un enunciado de Lacan y nada nuevo crearía la poeta, incluso si escribiera que su padre la violó, la sodomizó, la abusó. Sería ideología de Sainte-Beuve: leer la obra literaria como si fuera la vida del autor. La poesía y el poema atraviesan estos juegos sadomasoquistas. Y Rosa Silverio debe decirle al padre: quédate con tu “Kit para suicidas” (p.30), no lo necesito, porque voy a celebrar la vida, voy a seguir viviendo y escribiendo para tanta gente que me ama y me reconoce.

De nada sirve maldecir al padre. Eso no ayuda a la cura. Situar la política del padre y su ideología sí ayuda a sanar, perdonarle sin olvidar y saber que aún después de la muerte de la autora, el padre será su padre; “y he maldecido a mi padre hijo de puta” (p. 52). Esta maldición no liquida la herida simbólica infligida al yo biográfico de la autora o el de las otras autoras suicidas que ella invoca. Y la invocación a Marina Tsvietáieva viene sobrando en el poema VI (p. 40), porque esta poeta rusa, maestra del ritmo, enfrentó a todos los machos, incluido a Brice Parain, con quien se entrevistó en su oficina de Gallimard y perdió su día, porque a la filosofía solo le interesa la poesía como desviación e imposibilidad del lenguaje, según cuenta en su diario-biografía.

El otro poema que contiene otro plural parsimonioso es el V (p. 74), último del libro, el cual simboliza la poesía como sinónimo de locura, pero abierta a la oposición poesía vieja (una anciana) y la poesía nueva, distópica, la que vendrá con el descubrimiento de nuevas galaxias: “Imagino que soy una astronauta que ha logrado atravesar/la atmósfera en el Columbia.  Soy la octava tripulante, la que/sobrevive cuando el transbordador se desintegra a su regreso/He sobrevivido, me digo en voy baja y al volver la vista/veo que por fin la anciana duerme/Descubro a una niña acurrucada en su cuna/El silencio la arrulla. El Columbia ya no existe/Yo remontaré en la siguiente misión que despegue hacia el espacio” (p. 74).

Del léxico, ¿qué diré? Que la larga estancia en Madrid paga el precio entre las dos variantes de español. Lo que obliga al lector a buscar en el diccionario la expresión “vuelta cascos”–fig. volverse loca (p. 69), sin curso en Santo Domingo; igual para “que los pobres huyan de sus chabolas”–choza (p. 23). Son tan ricos que cada pobre tiene más de una chabola; aunque el DRAE acredita a baobabs como plural de baobab, es barbarismo ilógico para la regla de formación del plural en español, porque la [b]final no se pronuncia. Lo mejor sería baobás, para este árbol africano. Silverio usa la palabra medicación (“tomándose la medicación”, p. 70) en vez de medicamentos y “la gente muere de cólera” (p. 20) en vez de “muere del cólera”, la ira y esa enfermedad no poseen el mismo sentido; los barbarismos búnker (p. 17) y borderline (p. 14) poseen equivalentes en español (sótano y límite), aunque al burka (vocablo árabe) estamos obligados de encontrarle un equivalente, velo quizá, aunque existe una diferencia entre burqa`urdu y hiyab; los verbos comodines “se hace sombra” (p. 52 y “se hace de noche” yo los poetizaría con “se ensombrece” y “anochece”.

Dentro de ese mundo de la locura invocada, el yo biográfico se aferra a la vida y guarda para sí una ligera esperanza de vuelta a la cordura, de desenredar esa confusión mental entre poesía y locura y ese asumirse eternamente como víctima del padre castrador. En “La caída”, reminiscencia por supuesto de Albert Camus, cuyas obras no son apología del suicidio, sino la conciencia feliz de quien ha llegado al conocimiento de que este mundo, la vida y la historia son absurdos, es decir, carentes de lógica: “Yo no estoy rota/Solo me duele bajo el costado” (p. 74). Y más adelante abre la posibilidad a la vida: “La poesía desciende hacia mis infiernos/ ¿Quién me redimirá? /No estoy rota/Solo he tenido un resbalón en la escalera” (Ibíd.) Y se lo repite una tercera vez para cerrar el poema: “Pero no estoy rota, lo repito/Solo he tenido una caída.” (Ibíd.)

Respuesta a la pregunta, ¿quién me redime? Nadie redime a nadie. Únicamente se redime uno mismo. Los redentores terminan siempre crucificados. El vivir-decir-escribir nos redime de ser sujetos dormidos, de ser el impudor del yo, de ser el yo narcisista y a través de la escritura nos plantamos como sujetos (no biografía de nuestra vida biológica) para que otros puedan ser sujetos despiertos.

No es sujeto libre el yo biográfico que reproduce la ideología del amor pasional, ripio y reminiscencia de los trovadores medievales: “porque antes prefiero dinamitarlo todo/a perderte de una vez y para siempre.” (P. 25).

¡Aviva el seso y despierta, Rosa Silverio! ¡No finjas locura!