4. La revolución de 1918 y la comuna de Berlín
A principios de 1918 se produjo una ola de huelgas masivas en veinte ciudades alemanas que eran seguidas de represión y encarcelamientos, entre ellos el de Leo Jogiches. Además de la preocupación por la represión interna Rosa estaba muy preocupada por la suerte de la Revolución en Rusia. Lenin y Trotsky confiaban en la revolución en Alemania y otros países más desarrollados para la salvaguarda de la misma en Rusia, Luxemburgo, por su parte, temía que la revolución alemana llegase demasiado tarde y se hundiera la rusa. Mientras, aumentaba el derrotismo y el pacifismo entre los soldados alemanes y también el número de desertores.
En octubre de 1918 los jefes del Ejército, los generales Hindenburg y Ludendorff presionaban para que el gobierno hiciera una oferta de paz a la Entente. Se decidió crear un gobierno parlamentario con dos fines, consolidar la monarquía y pacificar a los trabajadores. El parlamento debía negociar la derrota de Alemania. Sectores militares presionaban para una capitulación pero otros jefes en la marina consideraban que aún podían lanzar una ofensiva naval victoriosa. Los marineros se rebelaron contra las órdenes de sus mandos y los intentos de reprimirlos condujeron a una huelga general de los trabajadores en las fábricas y de los marineros en los barcos. Parecía que la revolución alemana se ponía en marcha.
El gobierno tratando de apaciguar los ánimos jugó la carta reformista y proclamó una amnistía. Karl Liebknecht fue puesto en libertad y semanas después salió de prisión Rosa Luxemburgo. En Berlín, el ambiente en los medios de los trabajadores más radicales era insurreccional, se disponían a ir a por todas para la toma del poder. El 9 de noviembre los obreros abandonaron masivamente las fábricas y se lanzaron a las calles. El Kaiser Guillermo II abdicó del trono y huyó a Holanda y el príncipe heredero renunció a ocuparlo.
El socialdemócrata Friedrich Ebert fue nombrado Canciller y se proclamó la República alemana, mientras Liebknecht, tratando de provocar una situación de doble soberanía más ficticia que real, proclamaba la República socialista. Se formaban por doquier consejos de trabajadores y soldados, se asaltaron las cárceles y se liberaron a presos políticos.
Se estaba produciendo en Alemania lo que Luxemburgo había analizado respecto a la existencia de lo que denominaba una “ley vital” de toda revolución:
“la de avanzar con extrema celeridad y decisión, abatiendo con mano férrea todos los obstáculos y planteándose siempre metas ulteriores o ser rechazada rápidamente hacia atrás de las débiles posiciones de partida, para ser luego aplastada por la contrarrevolución”.(R.Luxemburgo,1975, p.40)
Lo que ocurre es que así como puede haber una especie de “ley vital de las revoluciones”, se puede afirmar en contraposición a la misma, que también las clases dominantes y sus dirigentes, realizaban un aprendizaje rápido en función de las enseñanzas que tuvo para ellos la Revolución en Rusia. A esto le denomino –parodiando a Rosa-, una “ley vital de supervivencia como clase dominante”.
La clase capitalista alemana era la más poderosa de Europa y con una conciencia de clase más acusada y no estaba dispuesta a seguir los pasos de sus colegas en Rusia. Por eso planteó reformas para tratar de aplacar a los trabajadores, a la vez que reforzaba sus lazos con sus satélites de los sectores pequeñoburgueses y con los terratenientes.
Los jefes de la socialdemocracia Ebert, Noske, Scheidemann, por otra parte, eran absolutamente contrarios a una revolución social. Se hizo un acuerdo con el Estado Mayor del ejército para derrotar con las armas a los trabajadores de la denominada Comuna de Berlín y, por otra parte, el poder efectivo de los consejos de trabajadores, marineros y soldados, en el mismo Berlín y aún más en el resto de Alemania, no era decisivo militarmente e incluso políticamente. El PSD seguía contando con fuerza política y apoyo entre muchos trabajadores y militantes socialdemócratas que estimaban que tenían una república y detentaban el gobierno, con eso les bastaba.
Los dirigentes del Partido Social-Demócrata Independiente, Hilferding, Hasse, Kautsky, Bernstein, aunque eran teóricamente revolucionarios, no aprobaban el método de apoderarse del poder por la fuerza. De manera que como apoyo político los revolucionarios sólo contaban con algunos dirigentes del USPD como Ledebour, Eichhorn, la Liga Espartaquista y algunos grupúsculos de extrema izquierda de menor entidad, comunistas y anarquistas.
Los espartaquistas habían requisado un periódico de masas, nacionalista y monárquico y lo convirtieron en su portavoz con el nombre de Bandera Roja (Die Rote Fahne), Rosa Luxemburgo era la directora y en su primer artículo expone los puntos básicos de un programa revolucionario: “El derrocamiento de la hegemonía capitalista y la realización del orden socialista, esto y nada menos que esto, constituye el tema histórico de la actual revolución”.
Señala que esto no se puede conseguir en un santiamén a través de varios decretos proclamados desde arriba, sino que sólo será posible a pesar de todos los obstáculos ”convocando a la vida política y a la acción consciente a las masas trabajadoras urbanas y rurales, solamente a través de la más alta madurez intelectual y a través del inagotable idealismo de las masas populares”.
Pedía Rosa que todo el poder estuviera en manos de la masa trabajadora, de los consejos de soldados y trabajadores e indicaba que las decisiones prioritarias que tenía que tomar el Gobierno eran: ampliación y reelección de los consejos, convocar un parlamento de trabajadores y soldados, organización de los propietarios rurales y de los pequeños campesinos, formación de una guardia roja para proteger la revolución y de una milicia de trabajadores, confiscación de los bienes de la Corona y de los latifundistas y asegurar el sustento del pueblo, porque: “el hambre es el aliado más peligroso de la contrarrevolución”.
También solicitaba la convocatoria de un Congreso Internacional de los Trabajadores para destacar el carácter socialista e internacional de la revolución, ya que sólo en la revolución mundial residía el futuro de la revolución alemana.
Como se puede ver, se adoptaba todo lo que habían hecho los bolcheviques en Rusia, y en ese sentido parecía que Rosa Luxemburgo se había retractado de sus críticas a la revolución soviética, pero el hecho es que ella mantenía parte de sus críticas aunque consideraba que era un momento que reclamaba la acción revolucionaria y, por tanto, no era el adecuado para subrayar matices, discrepancias o sutilezas. El momento era para impulsar la acción: “En este momento lo que importa verdaderamente es la explicación por los actos”. (G. Badia,197,II p.104)
Lo que acentúa Luxemburgo en esa coyuntura es la crítica al Gobierno de los socialdemócratas que conserva todo el aparato estatal intacto, sacraliza la propiedad y las relaciones capitalista y prepara el camino para la contrarrevolución. En Bandera Roja del 14 de diciembre de 1918, bajo el título de ¿Qué quiere la Liga Espartaquista?, Rosa Luxemburgo condena la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente en ese momento, ya que con ello considera que se está “creando un contrapeso burgués frente a los consejos de soldados y trabajadores, encauza la revolución por los carriles de la revolución burguesa y escamotea sus metas socialistas”.
Para Luxemburgo y los Espartaquistas la guerra mundial había dejado a la sociedad ante una alternativa: O continuaba el capitalismo, y habría nuevas guerras y caos, o se suprimía la explotación capitalista. Pero ese socialismo sólo se podía realizar a través de la acción de las masas trabajadoras.
Ya en ese momento el Gobierno se había fortalecido y los Consejos de soldados y trabajadores estaban más debilitados. Incapaces de ser silenciados en sus denuncias, se desató una campaña propagandística contra los líderes de los espartaquistas presentándolos como sanguinarios, violentos, despiadados, criminales. Se colocaban carteles en los que se pedía matar a los jefes espartaquistas, explícitamente: crucificarlos.