En el año 1957 el gran pensador francés Roland Barthes publicó su muy célebre colección de ensayos conocida con el nombre de “Mitologías”. El propio Barthes explica en el prólogo a la edición de ése mismo año que su objetivo era “reflexionar regularmente sobre algunos de los mitos de la vida cotidiana francesa”. Entre esos mitos el semiólogo francés incluyó lo que entonces era una verdadera maravilla: el plástico. El plástico se comenzó a elaborar a partir del 1860, pero durante el siglo XX logró posicionarse como una materia con la cual se podían sustituir una gran cantidad de materiales en el uso doméstico e industrial. Después del 1909, tras la invención del polímero del químico Leo Hendrix, entramos en la “Era del plástico”. En Francia se estaba celebrando entonces, 1957, una exposición mundial de productos hechos a partir del plástico, y el muy fino escalpelo de Roland Barthes se aproximó, maravillado o no ante la ductilidad del plástico, a la tragedia que el mundo vive hoy con su proliferación.
“Más que una sustancia, el plástico es la idea misma de su transformación infinita”-dice Barthes-. Y después redondea su éxtasis ante el cúmulo de objetos observados: “En esto radica, justamente, su calidad de materia milagrosa: el milagro siempre aparece como una conversión brusca de la naturaleza. El plástico queda impregnado de este asombro; es más la huella que el objeto de un movimiento”. Y como es así, Barthes describe las sinuosidades del acompañamiento que el plástico hace en el orden social: “(…) En la amplitud de las transformaciones (del plástico como materia) el hombre mide su potencia y el itinerario mismo del plástico le brinda la euforia de un deslizamiento prodigioso a lo largo de la naturaleza”. Barthes no lo podía prever sesenta y un años atrás, pero adelanta algunas preocupaciones que lo llevarán a una conclusión asombrosa sobre su objeto de estudio: “En el orden de las grandes sustancias, es un material desafortunado, perdido entre la efusión de los cauchos y la dureza plana del metal; no se realiza en ningún producto auténtico del orden mineral, ni espuma, ni fibras, ni estratos. Es una sustancia elusiva; en cualquier que se encuentre, el plástico mantiene cierta apariencia de copo, algo turbio, cremoso, coagulado; muestra una total impotencia para alcanzar el pulido triunfante de la naturaleza”.
Roland Barthes opone el plástico a la naturaleza, aunque no podía saber del daño real que representaba, en ese artículo del 1957 pronostica: “El plástico está enteramente absorbido en su uso; al final se inventarán objetos sólo por el placer de usarlo. La jerarquía de la sustancia ha quedado abolida; una sola las reemplaza a todas: el mundo entero puede ser plastificado. Y también la vida, ya que, según parece, se comienzan a fabricar aortas de plástico”. Y así ha sido. Yo volví a leer este texto de Roland Barthes observando el espectáculo de los plásticos en las playas de esta media isla. Pensé en que ya éramos una media isla alfombrada de plástico. Y que todo el mundo parece ignorarlo. Un diario preguntaba el otro día por el proyecto de ley de manejo de los residuos sólidos, que los intereses espantaron del debate sobre las consecuencias de los plásticos esparcidos en el ecosistema nacional. Roland Barthes lo dijo: “El mundo entero puede ser plastificado”, y ya se anuncia que en menos de veinticinco años los océanos serán océanos de plástico. Hay que decirlo: solo con la educación el género humano puede sobrevivir a sus propias creaciones.