Crónica de Viajes
De la escritora dominicana Hilma Contreras aún existen muchas facetas de su vida que contar. A su historia no podemos ponerle un punto final; no hay manera de llegar a ese final de la historia en torno a ella, porque constantemente hay un nuevo elemento que nos inspira y nos motiva curiosidad.
Hilma Contreras y yo iniciamos nuestra amistad, mejor dicho nuestra complicidad, en la década de los 80s, porque con el transcurso de los años nos convertimos cómplices de un afecto especial: paseábamos, íbamos al teatro, a tertulias, a las casas de mis amigas, y mis amigas me pedían entonces conocerla. La escritora Hortensia Paniagua estuvo en este período que menciono brindándome su colaboración de manera muy entusiasta; ella se hizo mi cómplice para llevar a Hilma de paseo, y fue ella la primera lectora de la colección de cuentos de Hortensia Hasta Luego, Adiós, editada en 1991. No niego que fueron experiencias maravillosas, muy reconfortantes, irrepetibles, con un aliento siempre de primavera, de entusiasmo, de éxtasis porque nos retratábamos en Hilma, en su maravillosa vida, en su longevidad; pero nos preocupábamos mucho porque vivía sola; cuando la dejábamos en su casa luego de un paseo, nos asaltaba ese temor de que estuviera allí sin que alguien pudiera auxiliarle si se llegara a pasarle algún inconveniente.
Ciertamente, Hilma se hizo querer por las personas que la conocieron.
La curiosidad de ahora es conocer su narrativa desde la perspectiva de la crónica de viaje. ¿De qué escribió Mademoiselle Contreras durante su estancia de adolescente en París. ¿Hay algún tipo de vestigio de aquella época, escritos, papeles, hojas sueltas al respeto? París, Versailles, Fontainebleau, Port-Royal, Bretagne, Les Sept-Iles Bréhat, etc., fueron los escenarios desde los cuales nuestra pequeña escritora fue descubriendo el mundo que se le abría, ancho, deslumbrante; un mundo desde el cual se pueden tejer y destejer recuerdos, reminiscencias, y construir un destino propio y curioso, época en la cual frecuenta la Librarie Redier, en la 68 –Avenue Champs Elyseés, Paris VIIIe.
Hilma, en su adolescencia, registra gráficamente y mediante crónicas, los viajes de excursión a los cuales iba junto a sus compañeras del internado de señoritas; eran propiamente viajes de estudios, de contemplación, para beber la belleza exquisita de las abadías medievales de los siglos XI, XII y XIII, sus fachadas triunfantes, su interior de claro-oscuro, al tiempo de frecuentar los “musées” franceses. Desde entonces Hilma empezó a comprender aquella definición que Jean Cocteu ha dado sobre el arte, al decir que: “El papel de arte consiste en captar ese sentido de época y extraer del espectáculo de esta sequedad práctica un antídoto contra la belleza de lo inútil que favorece lo superfluo”, y que “Los museos, como ha dicho Picasso, están llenos de cuadros que fueron malos y que de pronto resultan buenos”.
Las visitas de Mademoiselle Contreras a esos templos de silencios que son las abadías medievales y los museos, fueron conformando el sentir interior y la fisionomía de la introvertida escritora. Ella no gustaba de la fealdad ni de lo grotesco; sólo mirar a la humanidad de manera pura. De 1926 a 1932, Contreras atesoró una impresionante colección de tarjetas postales, de fotografías y libros sobre arte. Sus viajes de excursión y estudio por el interior de Francia y de Bélgica, y los viajes de sus vacaciones recreativas con su familia, los dejó plasmados, narrativamente, de manera visual en fotografías que tomó, a blanco y negro, en un momento en el cual en Europa la incursión de mujeres en el arte fotográfico, o ser aficionada al mismo, era un lujo de clase, al cual sólo accedían las jóvenes de la clase burguesa. Una cámara fotográfica, entonces, era un símbolo de interés para adentrarse en las cosas de la época, y de narrar visualmente la vida cotidiana como un fotograma de flasck.
Aquella compenetración de nuestra escritora con el interior de las catedrales fue forjando su narrativa, la narrativa contreriana de detalles precisos, de perfiles esculpidos con un sentido muy cuidadoso de no abundar o ser excesiva en las descripciones. El discurso narrativo de Contreras lo hemos definido como un discurso arquitectónico, armado ladrillo sobre ladrillo con gran maestría, a partir de los principios de la luz que corría por los hermosos vitrales de aquellos templos del silencio.
Ya a la edad de seis años observamos a la pequeña Hilma tener una cámara en mano para fotografiar a su madre en la casa solariega de la familia en la provincia Duarte, en el Municipio de San Francisco de Macorís; desde entonces, el arte, la contemplación del pasado histórico, y el mirar del febril presente inmediato, así como sus visitas a atelier fotográficos parisinos representan el mayor registro sobre el interés de la escritora por ser cronista visual y cronista literaria de lo que le acontecía, y veía acontecer.
Las fotografías que acompañan esta crónica corresponden a los años de 1926 y 1928, época en la cual Hilma Contreras se encontraba interna en el Liceo Víctor Duruy, París, Francia. (Ylonka Nacidit-Perdomo).
Risas en el Tranvía, Paris, 1932.
Por
Hilma Contreras.
Veníamos de Vicennes a las doce y media del día. Ya a esa hora viajan casi vacíos los tranvías. Madame B. me acompañaba, o mejor dicho, yo la acompañaba a ella que había ido a visitar un sobrino suyo.
Estábamos sentadas en primera clase con tres pasajeros más. Entre ellos, un hércules: pantalones y saco de pana, cachucha calada, un fular rojo al cuello. Leía ensimismado el “Detective”. De cuando en cuando nos miraba intrigado porque hablábamos español.
Una obrera de pie en la plataforma, sucia, los cabellos endrinos cayéndole sobre el rostro enfermizo, molestada por el bostezo de la puerta –era otoño – le da un empellón, aislándonos en nuestro compartimiento.
Uno de nuestros compañeros de trayecto, pequeñito, debilucho y rojo, se levanta. Es para la próxima parada, pero la puerta resiste a la fuerza de su puño.
El insiste y ella resiste testaruda.
El hércules ya no lee: le interesa el caso. También el otro pasajero observa la lucha de la puerta y del hombrecito. Tiene aire de preguntarse que hará él cuando llegue su turno.
La cobradora, bien seguro el calot sobre la ondulada melena, tira de la puerta con todas sus fuerzas. Pronto se detiene sofocada.
Los viajeros se han animado. ¿Los harán permanecer ahí indefinidamente, implorando la buena voluntad de la puerta? ¿Qué harán? ¿Sacrificarán al trastornado rubicundo?
Hércules lo arregla todo con su palabra.
– Dime, mon vieux, ¿si tú salieras por la ventana?
Al mismo tiempo se levanta del asiento para bajar el cristal. El otro mira con escalofrío el cuadro de la ventana. Aventura por ella la nariz. Pasa raudo un automóvil, rozando casi el tranvía.
–Hé! Dis donc! ¿Tú no quieres que me aplaste, eh?
Hércules lo mira con lástima, y sin decir palabra, va a prestar su ayuda en la faena.
De un lado están nuestros tres compañeros; del otro la cobradora, dos inspectores y tres viajeros. Pero la puerta se muestra firme.
– Mon Dieu! Mon Dieu! ¡Pobre coloradote!
Vencido por la emoción, el hombrecito se sube a horcajadas en la ventana y desaparece.
–C’ est ça! Mon vieux – aprueba aliviado el Hércules-. ¡Uno menos!
La cobradora está preocupada.
¿Hay otros que bajan aquí?
Nuestro tercer compañero responde negativamente. El debe bajar en la próxima parada, pero, precisa, saldrá por la ventana.
Mientras tanto Hércules se atarea y el tranvía prosigue su marcha.
– Yo les voy a arreglar eso – dice el “saca de apuros” -. ¿Alguno tiene por casualidad un destornillador en el bolsillo? ¡Cómo! ¿Nadie en el tranvía? Probaremos con un cortaplumas entonces.
Acto seguido se aplica concienzudamente a destornillar las molduras que encuadran el panel de madera, dentro del cual normalmente se desliza la puerta.
Un alto. El otro prisionero salta la ventana.
Una idea atraviesa el cerebro del Hércules.
-Dónde bajan ustedes, Mesdames? – nos pregunta.
– Lecourbe, monsieur.
-¡Perfecto! Ustedes tienen tiempo. Oh, la la! Mientras no haya mujeres que hacer bajar, todo marchará bien.
Su trabajo progresa despacio. Tras buena lucha logra separar las molduras, pero hay muy poca luz ahí adentro, y Montsouris está llamando a nuestro hombre.
En París el tiempo no espera a nadie. Por eso no abandona el último compañero de infortunio, quien se escapa a su vez por el mismo rectángulo libertador.
En su prisa ha olvidado su “Detective” nuevecito sobre el asiento. Es una lástima: un franco cincuenta es una pérdida.
Bueno, reflexionemos ahora.
Una legión de cobradores, inspectores y viajeros, más un jefe, se cuelgan de la puerta que resiste siempre, como una mula. Una barra de hierro es también de la partida, pero nada, nada, tres veces nada.
Estoy realmente preocupada, sobre todo que comienzo a sentir hambre. ¿Cómo nos las arreglaremos para bajar por la ventana? ¡Vaya con el espectáculo! Hay en la plataforma un joven de rostro regocijado a quien ya causamos alegría. Ríe, ríe, hasta contagiar.
Alguien dice:
-Sí, es el único medio.
“¿El único medio? ¿de qué?”
La inquietud me atenaza.
Pasamos por la iglesia de Montrouge. Nos acercamos más y más, y la bendita puerta sin ceder ni un ápice.
Madame B. me sopla al oído:
-Sólo veo una solución.
-¿Cuál?
– Poniendo una silla contra la ventana.
Hemos arribado a Didot. La cobradora atraviesa la calle corriendo para tocar la campanilla del puesto de bomberos.
Sorprendida, miro.
A su llamada acudieron muchos en mangas de camisa, la bota negra a media pierna. Al verlos enracimados en el umbral del puesto, la mirada chispeante de puro gozo, no pude menos que reír.
Todo el barrio se puso en movimiento.
Como el jefe me hace señas por la ventana abierta, me aproximo.
-Uds. van a salir por aquí con la ayuda de una escalera –me dice al aire los dientes.
Cuando se aleja para activar los preparativos del salvamento, me pongo a examinar la ventana. “No es nada alta”, reconozco para mis adentros, “si yo tratara…”
En efecto, la perspectiva del melodramático salvamento me seducía poco. Confiando, pues, mi cartera a la medrosa y ofuscada Madame B., lenta pero firmemente me dejo resbalar por el costado del coche.
¡Oh, el suspiro de alivio cuando me vi en la calle!
En ese momento preciso hizo su aparición por un extremo del tranvía la escalera.
El jefe que conduce la heroica cuadrilla, al verme liberada por mis propios esfuerzos, manifiesta su sorpresa.
¡Ah, pero si ya no necesitan la escalera!
Eso creía él.
Asomada a la ventana, Madame B. hace señas desesperadas. Necesitaba la escalera y los bomberos.
Acuden todos. Unos de los hombres calzados con botas trepa al tranvía para prestar mano fuerte a la dama que parece tener tanto miedo.
-¡Ánimo, señora, no tenga miedo! – aconseja el jefe solícito, en medio de un Estado Mayor de recaudadores.
Muy despacio desciende Madame B. por la escalera que inmovilizan los brazos de los hombres, cuyos ojos se clavan al suelo para evitar comentarios.
– Y ahora – ordena el jefe aún regocijado -, suban pronto al otro coche. Oh, la la!, el otro tranvía nos ha alcanzado.
En el coche nos recibe todo el mundo con la sonrisa en los labios.
– Es para no pagar que Uds. han hecho eso-bromea un señor grueso- Uds. pensaron que con la puerta cerrada no podía pasar la cobradora. ¡Ah las maliciosas! – concluye saludado por un coro de carcajadas.
De no menos buen humor que los pocos pasajeros del tranvía atrasado, nos dejamos caer en los asientos vacíos.
– Vous vous en souviendrez, mesdames! – exultó una mujer joven que tomada notas en una libreta -. C’ est unique, unique!! (1)
(1) ¡Uds. se acordaran de esto, señoras! ¡¡Esto es único, único!!