Como cáncer que se esparce sin tregua ha ido cobrando lugar el populismo en Latinoamérica, y, como paradoja, se ha arribado a la conclusión de que las políticas populistas acrecientan la brecha entre las clases sociales, originando inestabilidad y distanciando las aspiraciones de convivencia armoniosa que alberga la comunidad.
Las estrategias populistas tienden a alimentarse del descrédito de los denominados partidos tradicionales y de la propia ignorancia de los gobernados, que hastiados por los escándalos de corrupción y las sucesivas promesas, nunca cumplidas, de aquellos que juran representarles dignamente y luego terminan mofándose de sus necesidades, caen en un letargo de incredulidad que les vuelve presa de cualquier discurso.
El discurso de los practicantes del populismo consiste en la promesa de hacer imperar la democracia, rescatando para la ciudadanía aquel poder que le ha sido, supuestamente, arrebatado sin ningún tipo de clemencia por el elitismo social; es decir, la perorata populista juzga que los intereses se aglomeran en dos grupos distintos que se desafían entre sí; siendo estos, las llamadas elites, y el pueblo. Esa supuesta rivalidad es aprovechada por líderes que oportunamente emergen, con la promesa de democratizar la sociedad en un abrir y cerrar de ojos.
En tanto que las políticas populistas en países como el nuestro son forjadas tomando como motivo la pobreza; en los países desarrollados, en cambio, son fraguadas invitando al pueblo a adoptar actitudes contra los inmigrantes, por ser éstos titulares de valores culturales ajenos a los de la nación, práctica que en ocasiones también encuentra cabida en nuestro medio con la asunción de posturas excesivamente nacionalistas.
Indubitablemente, es necesaria la presencia en la sociedad de movimientos políticos y sociales que contrarresten las políticas populistas, toda vez que la ausencia de estos les abre las puertas a caudillos, que forjan en el pueblo la ilusión de que su gobierno redistribuirá las riquezas. Y es que con acentuada frecuencia, por custodiar sus promesas y preservar su popularidad, los líderes populistas incurren en el manejo inapropiado de los caudales públicos, degenerando inestabilidades macroeconómicas perjudiciales para la democracia y la gobernabilidad.
Otra singularidad del fenómeno del populismo, es el ensueño de un líder con características redentoristas, un caudillo desprendido, honrado, y más que todo, que se identifica con el pueblo sin la necesidad de sondeos. Preciso es apuntalar, que entre las probidades de estos líderes, por lo general no se encuentran la capacidad técnica o el saber.
Los populistas al alcanzar el poder, tienden con asiduidad a la formación de regímenes de carácter autoritario, y a fantasear constantes enfrentamientos con la oligarquía, que según ellos, se encuentra incasablemente confabulando contra su gobierno, y por tanto contra el pueblo, por lo que gradualmente suprimen las libertades públicas de asociación y expresión. Los líderes populistas, acaban obviando el principio de la alternancia política y persiguen la reelección indefinida, en aras, supuestamente, de proteger los intereses de su venerado pueblo.
En definitiva, pactar con el populismo, es pactar contra el estado de derecho y la seguridad pública, toda vez que con ello se acrecienta la grieta entre el pueblo y las elites, incentivados por pensamientos discriminatorios diseminados por los practicantes del populismo.