El diccionario de la Real Academia Española ofrece siete acepciones para el sustantivo “revolución”, dos de ellas utilizadas en el ámbito socio- político: “Cambio profundo, generalmente violento, en las estructuras políticas y socioeconómicas de una comunidad nacional”, y “levantamiento o sublevación popular”. Son términos similares sin ser iguales.

Una revolución puede iniciarse con una revuelta, pero una revuelta no siempre concluye en modificaciones estructurales del colectivo en que se produce. A lo largo de nuestra historia hemos tenido muchas revueltas, pero nunca verdaderas revoluciones. Creo que ahora iniciamos una.

Quizás las rebeliones de mayor trascendencia fueron el ajusticiamiento de Trujillo, colocándonos en el camino de la democracia; y, en grado menor, el heroico levantamiento cívico-militar constitucionalista, que nos devolvió el estado de derecho. Ninguna de esas sublevaciones, sin embargo, modificó la mentalidad de la clase gobernante, las desigualdades sociales, el sistema sanitario, ni la educación. Mucho menos, el respeto a la ley ni el civismo de la población.

Refriegas callejeras, sangre y fuego, vienen a la mente cuando pensamos en revoluciones, olvidando que estas también pueden ser pacíficas. Tampoco se requiere que triunfen para modificar los derroteros de un país. Muchas fracasaron, pero promovieron cambios trascendentes: el intento revolucionario que condujo al asesinato de Julio César, 44 AC, en lo inmediato fue un fiasco, pero a largo plazo facilitó el ascenso de Octavio Augusto, quien sentó las bases de un imperio que duraría 500 años. Lo que sí resulta indispensable es la necesidad compartida entre el pueblo y sus líderes de dar al traste con el “status quo”.

Una revolución no es patrimonio exclusivo de las izquierdas, de las armas, o de clases oprimidas. A veces, brotan de la voluntad de un hombre, y hasta de grupos o partidos del sistema (en los países nórdicos fue la socialdemocracia, no el partido comunista, quien propulsó el “estado de bienestar”).

Incambiables desde la época de Concho Primo, nunca dejaron de gobernarnos ladrones y estafadores; en lo esencial, hasta ahora, es poco lo que ha cambiado. Llegamos al 2020 con un desplome ético e institucional de dimensiones aterradoras – a pesar de que en unas recientes y absurdas declaraciones, se definió lo sucedido como “una portentosa obra de gobierno”. Pero el rechazo a la criminal degradación que sufrimos puso fin a la indiferencia que solía acompañar al dominicano.

Observando detenidamente el accionar de quienes en estos momentos gobiernan y el de la ciudadanía, sin temor a exagerar, pienso que estamos en la antesala de una auténtica revolución.

De continuar la intención de cambio de las nuevas autoridades, el liderazgo novedoso y ético del presidente, la independencia de la justicia y – pieza esencial del proceso- la inflexible fiscalización y reclamo de justicia de la sociedad, podría iniciarse aquí el desmantelamiento de las corroídas estructuras de poder que venimos sufriendo por décadas.

Sin abjurar de mi rapto optimista, no dejo de vislumbrar un posible fracaso. De fatigarse el presidente en el camino, de convertir hechos en retórica, de caer en viejas y perniciosas maneras de gobernar, de darse al chanchullo algunos de sus ministros y funcionarios, o de comenzar a debilitarse el sistema judicial, entonces, “kaput”. El fatídico “esto se jodió” volvería a valer su peso en oro.

Asechan, buscando entorpecer el cambio, mafias de todo tipo, el tigueraje político, y aquellos cuya única pretensión siempre fue cambiar una banda de gángsters por otra. No será fácil – lo estamos viendo – habrá tropiezos, errores y metidas de patas. No puede ser de otra manera:  el Estado ha sido una mujer abusada en manos del abusador.

Sin revueltas ni desórdenes, tenemos la oportunidad de llevar a cabo una revolución concertada entre gobernantes y gobernados, que podría redimir y educar a esta y a futuras generaciones.  Si no es ahora, ¿cuándo?