La conciencia nacional fue sacudida recientemente por el terremoto judicial de ocho grados en la escala del servilismo y de la venalidad moral. Ese movimiento telúrico fue tan fuerte que dejó hondas grietas en nuestras estructuras judiciales y por esas fisuras se escapó la poca credibilidad que quedaba en la justicia dominicana.
Tanto es así, que hasta la Iglesia tuvo que pronunciarse patéticamente para dejar constancia de que también era partícipe de la náusea moral que experimentaba todo el cuerpo social del país. El mismo estado de estupor ético se hizo extensivo a los más altos estamentos del empresariado nacional, que también se mostró asqueado por las evacuaciones judiciales cuyos malos olores morales hacen irrespirable el aire que pulula por los predios de las altas cortes.
Lo alentador de todo esto es que las masas no se han quedado en casa rumiando su impotencia, sino que el jueves salieron a las calles a vomitar su rabia y su enojo, movidas por los hedores nauseabundos de las putrefacciones judiciales. Sectores de diversas procedencias social y política se hicieron eco de la negativa a permitir que nuestro tejido social y económico sea desestabilizado y dañado irreparablemente.
Las últimas decisiones emanadas de nuestros más altos tribunales en forma de absoluciones a connotados individuos señalados como corruptos por el rumor público y las irrefutables pruebas del sentido común, plantean la necesidad de llevar a cabo una profunda revisión del sistema político y judicial para evitar que los políticos que se enganchen al servicio público utilicen sus cargos para corromper, corromperse y enriquecerse desmedidamente.
Cuando hablo de revisión de nuestro sistema político, es porque rechazo quedarme en la superficie fenómica de los hechos. Me voy a las raíces más enterradas de la situación que produjo los aludidos acontecimientos mostrencos y que no es otra que la degradación de nuestro sistema político.
Las cuestionadas decisiones judiciales no son fruto de la casualidad ni la culminación de un mero proceso judicial que desembocó en aquellos “no ha lugar”. Esas sentencias son hijas de un padre político y de un partido que convirtió a la Justicia en otro comité de base para acorazar y proteger a la delincuencia política que milita en su seno.
A ese patrón político está subordinada la actual administración de la justicia. De aquí se colige que mientras no se corrijan las reales causas políticas que producen los podridos productos judiciales, veremos más sentencias condenables como las que nos han estremecidos.
Así, tenemos una Justicia que en vez de aplicar todo el peso de la ley, es ella misma la que se ha puesto al margen de la ley al apandillarse con los violadores de la Constitución y del juramento que prestaron ante Dios y la nación cuando asumieron sus cargos y sus funciones.
Es por eso que la lucha contra la corrupción y a favor del imperio de la honestidad, la decencia y la dignidad, pasa necesariamente por la desestructuración y remoción del grupo político que se ha enquistado como una garrapata en el cuerpo nacional para succionarnos a nivel moral, material y espiritual.
De modo que esos jueces venales que ahora nos asombran fueron prohijados por políticos tan venales como ellos. Están ahí para cumplir con el mandato político que lo designó en sus cargos, por lo cual en el fondo la cosa no es un asunto que se resolverá judicialmente, sino políticamente, cuando se motorice una nueva correlación de fuerzas y de ahí surja la renovación de la composición congresual y del supremo mando político del país.
Entonces podremos construir una sociedad más justa y humana, como la quiso José Francisco Peña Gómez, quien pugnaba por un país sin corrupción, donde existiera realmente la voluntad política de enfrentar los desmanes, desafueros y la corruptela, sin teatralidad mediática ni revanchismos persecutorios.
El sueño del líder eterno del PRD, de luchar por un país donde el sistema judicial no fuera motivo de vergüenza y escarnio, está hoy bien defendido y representado por los dirigentes que tomaron la tea de la dignidad que él dejó al partir. Esos dirigentes, encabezado por el presidente y candidato presidencial del partido blanco, se han erigido en verdaderos continuadores de su legado histórico de decencia y transparencia enarbolados por Peña.
Las elecciones de próximo 16 de mayo del año venidero, nos ofrecerán una excelente oportunidad para orquestar un cambio político en la conducción moral de la nación, donde la justicia sea el fiel reflejo de una nueva situación, regida por la ética, por el compromiso con los mejores valores judiciales y humanos. Por el arribo a esa sociedad anhelada, lucha y trabaja el mil veces glorioso Partido Revolucionario Dominicano, conducido por la mente preclara y las manos acertadas del ingeniero Miguel Vargas.