“Desde ese punto de vista, en suma, estaban en un error y sus ideas exigían ser revisadas. Si todo hubiera quedado en eso, las costumbres habrían seguido prevaleciendo”. -Albert Camus-.
En un artículo que publicáramos recientemente, alertábamos a las autoridades sobre el peligro que significa tener una policía mal instruida y con poderes excesivos. Solicitamos, partiendo de ello, al director de ese organismo, nodal para el desempeño cívico de una sociedad sumida en la incertidumbre, que nos ha provocado una crisis sanitaria de dimensiones insospechables, orientar a los suyos, porque “dar seguimiento a las órdenes superiores no significa, bajo ningún concepto, convertir la autoridad en autoritarismo”.
De ahí en adelante, se han desencadenando sucesos que vienen a fortalecer, en perjuicio de un pueblo que ya ha padecido sistemáticamente el uso indiscriminado de una fuerza policial desadaptada y carente de civismo, vejaciones y malos tratos. Nuestro humilde criterio es que, antes de otorgarles la licencia de corregir las acciones indebidas del común, debe ser propicio reestructurar el andamiaje oxidado que nos ha servido de auxiliar de la justicia.
La arquitectura corrupta y corrosiva de una entidad, mal llamada a mantener el orden público con ribetes de un trujillismo preocupante, asqueante y que provoca una profunda vergüenza, amerita la inmediata aplicación de un cambio radical en las esferas altas, medias y bajas de su organización. Esa entelequia, que en vez de reformar nuestros jóvenes y ponerlos al servicio ciudadano, les enseña a delinquir cobijados bajo el manto de una investidura troglodita e ilegitimada por gran parte del conjunto social al que se ciñe.
Las causas han sido debatidas por medio siglo, como lo confirma el propio presidente, quien tiene el mérito de ser de los pocos que, al llegar al solio presidencial, no se olvidó de las promesas y ha tratado, pese a las dificultades intrínsecas del órgano persecutor de las infracciones, cumplir en tiempo record, con la propuesta de realizar una profilaxis a la protectora de la ley y el orden, y colocarla en los estándares universales en materia de seguridad ciudadana contemporáneos.
Sin embargo, hay que ser conscientes a la hora de abordar un tema espinoso y de alta trascendencia para la convivencia normativa de la población. Y es que solucionar el problema a partir de reformas legales y reglamentarias, así como, cambios de directores nacionales y regionales, no ha sido más que la aplicación inútil de paliativos para un cáncer institucional que ha hecho metástasis desde la raíz a la punta.
La fiebre hace ya mucho tiempo que traspasó las fronteras de la sábana, se ha enquistado en los cimientos de un armazón defectuoso en cuyas paredes, cual ratas, se esconden todo tipo de delincuentes y desde donde articulan con facilidad cientos de delitos, que, por la debilidad de nuestras instituciones, yacen impunes y con ánimos de aniquilar toda lógica disidente con el crimen normalizado allí dentro.
Los hay, porque los conozco, quienes hacen las cosas apegadas a las normas y los principios humanos que rigen el buen comportamiento en sociedad. Los hay que han apostado por la preparación como fuente de desarrollo y crecimiento en una entidad que da poco valor al hombre honorable. Ellos son una rara excepción, y entiendo que, al igual que muchos de nosotros, añoran una depuración que aparte a las cucarachas de las mariposas, pues entendiendo que el volar, no les da razón a empañar la imagen de los que sí creen en las buenas prácticas.
Hasta este momento, nada de lo que se ha planteado como solución ha arrojado los resultados esperados por todos los que temblamos de miedo al ver una patrulla policial apostada en cualquier esquina. Porque al igual que en “La Peste” de Camus, “sus ideas exigen ser revisadas”. En el entendido de que hacer lo mismo esperando lograr cosas diferentes, nos hace pensar que, en vez de la cacareada reforma, lo que manda para sanear ese nido de víboras es una verdadera Revolución Policial.