Otro tema de interés en “El retrato de Gógol” concierne a sus ideales éticos-estéticos. El arte es moral,  tiene que ser moral como explica el padre a su hijo, “la intuición del divino paraíso celestial está en el arte”. Merece todos los sacrificios, “la sublime creación del arte desciende al mundo para sosiego y reconciliación de todos. El arte no puede sembrar la protesta en el alma. El arte es una sonora plegaria que asciende eternamente hacia Dios. Pero hay momentos, momentos tenebrosos”…

Hay momentos –parece decir Gógol- en que la presencia del mal, el diablo en persona, se sobreponen a la buena voluntad del artista y contaminan la obra. El arte, de acuerdo con Gógol, también puede convertirse en instrumento del maligno. Esa es en parte la historia de “El retrato”.

Confieso que Gógol me hace recordar episodios de la remota infancia pueblerina, veladas a la luz de velas y velones o temblorosas luces incandescentes amarillas, literatura oral, cuentos espeluznantes y espeleznudos en boca de personas que creían y te hacían creer al pie de la letra en lo que contaban, cuentos  de galipotes, de muertos que salen o aparecen, del diablo en persona fumando cachimbo, echando fuego por la nariz, cuentos que te ponían los pelos de punta, la piel de gallina, te aflojaban el fulimiñín y te ponían a ver nimitas (admitiendo que existan esas palabras), convertían el corto e interminable camino de regreso a la casa en una dimensión desconocida.

La magia de “El retrato” de Gógol, una de las más densas y escalofriantes y suculentas narraciones  góticas de la literatura, produce o puede producir un efecto parecido, calor y frío, frío en el alma, una difusa mezcla de desconcierto, una embriaguez de los sentidos en una atmósfera literalmente toxica y luminosamente sombría…

        

EL RETRATO (fragmento).

Mi padre cobraba por su trabajo un precio muy módico: lo estrictamente necesario para el sustento de su familia y seguir pintando. Además, en ninguna ocasión se negaba a prestar su ayuda al prójimo ni a ofrecer su mano amiga a un pintor necesitado.

Creía en la sencilla y piadosa fe de los antepasados y quizá fuera esa la razón de que, en los rostros pintados por él, apareciera de modo natural la elevada expresión a la que no logran llegar brillantes artistas de talento. Finalmente, la perseverancia en el trabajo y el tesón con que seguía el camino que se había trazado empezaron a granjearle el respeto, incluso de aquellos que lo habían tildado de ignorante y de autodidacto casero. Recibía muchos encargos de las iglesias y nunca le faltaba trabajo. Uno de ellos lo tuvo ocupado mucho tiempo. No recuerdo exactamente cuál era el tema, pero en el cuadro debía figurar el espíritu de las tinieblas. Mi padre meditó largamente acerca del aspecto que le daría, pues era su deseo revelar en su rostro todo lo que agobia al hombre. Mientras meditaba de esta manera, algunas veces cruzaba por su mente la imagen del misterioso prestamista y se decía, aun sin querer: “Ese sí que me serviría de modelo para el demonio”. Imagínense ustedes su sorpresa cuando, un día, mientras estaba trabajando en su estudio, oyó llamar a la puerta y, al instante, se presentó el horrible usurero. Notó que un estremecimiento le recorría el cuerpo.

–¿Eres tú el pintor? –preguntó sin más preámbulos el recién llegado.

–Sí, soy yo –contestó mi padre extrañado, en espera de lo que vendría después.

–Bien. Hazme un retrato. Quizá me muera pronto y, como no tengo hijos, no quiero desaparecer del todo: quiero seguir viviendo de algún modo. ¿Puedes hacerme un retrato en el que salga exactamente igual que soy en la vida?

“¿Qué mejor ocasión? –pensó mi padre–. El mismo viene a ofrecerse para hacer de demonio en mi cuadro.” Y aceptó. Se pusieron de acuerdo sobre las horas de las sesiones y el precio.

Al día siguiente, mi padre estaba ya en casa del prestamista, provisto de paleta y pinceles. Le produjeron una singular sensación los altos muros que rodeaban el patio, los perros guardianes, las puertas metálicas y los cerrojos, las ventanas de medio punto, los cofres recubiertos de tapices antiguos y, en fin, el propio dueño de todo aquello, un extraordinario sujeto sentado delante de él sin hacer un movimiento. Las ventanas parecían obstruidas a propósito por toda clase de objetos, de modo que sólo dejaban pasar la claridad a través de la parte alta. “¡Demonios, qué buena luz tiene ahora el rostro!”, pensó mi padre, y se puso a pintar, ávidamente, temiendo que desapareciera la iluminación favorable. “¡Qué vigor! –repetía para sus adentros–. Si acierto, aunque sólo sea a medias, a sacarle tal y como lo tengo ahora, impresionará más que todos mis santos y mis ángeles, que se quedarán pálidos a su lado. ¡Qué fuerza diabólica! Va a salirse del cuadro a poco que yo logre aproximarme a la realidad. ¡Qué facciones tan extraordinarias!”, no cesaba de repetir, redoblando en su celo y viendo ya cómo iban revelándose en el lienzo algunos rasgos.

Sin embargo, cuanto más parecido iba dándoles, más se acentuaba en mi padre una sensación penosa y alarmante que no podía entender. A pesar de todo, hizo el firme propósito de captar con la máxima exactitud hasta lo menos perceptible de los rasgos y la expresión. Se esmeró, sobre todo, en los ojos.

Encerraban tanto vigor que parecía vana pretensión querer reproducirlos con exactitud, tal y como eran en realidad. De todas maneras, se empeñó en descubrir hasta las líneas y los matices ínfimos y desentrañar su secreto. Pero apenas le dio libertad al pincel para penetrar y profundizar en ellos, invadieron su alma una repulsión tan inusitada y una angustia tan incomprensible que hubo de suspender el trabajo por algún tiempo. Luego volvió a él, pero acabó por hacérsele insoportable: notaba que los ojos pintados se le metían en el alma y le causaban una inconcebible desazón, que fue en aumento al segundo día y más al tercero.

Sintió pavor. Abandonó el pincel y declaró terminantemente que no podía seguir con el retrato. Hubo que ver la alteración del misterioso prestamista al escuchar las palabras de mi padre. Se arrojó a sus pies suplicándole que terminase el retrato, diciendo que de ello dependían su suerte en el mundo, que mi padre había recogido ya sus rasgos vivos en el lienzo y, si acertaba a reproducirlos con fidelidad, su vida perduraría en virtud de una fuerza sobrenatural en el retrato, que de ese modo él no moriría totalmente y que necesitaba seguir presente en el mundo. Estas palabras aterraron a mi padre: le parecieron tan insólitas y espantosas que tiró la paleta y los pinceles y huyó a escape de la habitación.

El recuerdo de lo ocurrido lo tuvo desazonado el resto del día y la noche entera. A la mañana siguiente, una mujer que era la única sirvienta del prestamista le trajo de su parte el retrato a mi padre con el recado de que su amo lo rechazaba, que no daba nada por él y se lo devolvía. Por la tarde de aquel mismo día, mi padre se enteró de que el usurero había fallecido y ya estaban preparando el sepelio según el rito de su religión. Todo aquello le pareció inusitadamente anómalo.