Lo primero, que creo debo hacer ahora, es retomar el hilo de lo que decía hace varias semanas atrás. No reflexiono sin un método y un proyecto, si lo hiciera faltaría la indicación de una dirección, actuaría sin plan ni propósito, y mi discurso sería una disquisición que se despliega al azar, sin vertebración respecto a una intención de decir o comunicar algo con sentido.
Me he formado desde joven en la escuela de Descartes (1596-1650), de Cartesio, –que es el apelativo con que generalmente los filósofos se refieren a él, que es la traducción de su apellido al latín–.
Aquel, después de establecer el cogito –esto es, el supuesto principio autoevidente que sirve de fundamento a su intento de reconstruir las bases de las ciencias: Pienso, luego existo. Procede a establecer cuatro reglas maestras para guiarse en su intento de refundación y que constituyen, en apretada síntesis, el procedimiento del método: 1. La evidencia; 2. El análisis; 3. La síntesis; 4. La comprobación. Esta última consistiría en la revisión de lo que se ha alcanzado hasta el momento para ver si falta algo al constatar que hay un procedimiento de control que se manifiesta en una secuencia ordenada en lo desplegado hasta el momento en que se hace la verificación. Es el momento del repaso. Este es el momento que nos ocupa.
Desde esta digresión metodológica elemental el lector sabrá distinguir que significa un hilo discursivo. Este indicaría que, en el caso de estos artículos, constituye su estructuración respecto al argumento planteado.
Pero, ¿cuál es nuestro tema? Este consiste en que estamos volcados en el análisis de qué es una obra de arte. Primero escudriñamos si el ser de esta consistía en ser una cosa. Analizamos en que consiste el ser de la cosa. Que es la manera genérica de designar algo en general. Pero, constatamos que por la amplitud de su significado esta tesis no es aplicable para definir lo que indagamos.
Posteriormente, pasamos a analizar a qué ámbito objetivo se aplicaría la pareja de conceptos de materia y forma, de origen aristotélico, quien los aplica para interpretar el ser de las obras de arte.
En este sentido, desde hace siglos, se habla que en toda creación artística aparecen como sus elementos constitutivos cierta dosis de materia, que es el componente consistente que le sirve, por así decir, de base o sustento a la obra: la palabra, los colores, el movimiento, el sonido, la madera, la piedra o el mármol, la capacidad de movimiento del cuerpo humano, etc., y por otro lado, estaría la forma que se imprime en aquella, las secuencias del movimiento, los tropos literarios, las cadencias, las tonalidades, la intensidad tímbrica que imprimen los instrumentos musicales, la pasión que se revela en los colores, las geometrías o signos que se muestran como imágenes o la presencia del humano que marca la revelación del interior de la materia, que descubre vetas, tersura, nodos, ardor, misterios y deleites en la caoba o en el mármol. También la desafiante desconstrucción, en inéditos equilibrios del cuerpo humano bajo la fulgurante arrebato que imponen los ocultos poderes de la música o la consonancia de la palabra resplandeciente en un verso perfecto.
Sin embargo, en el proceso de reflexión sobre nuestro tema descubrimos que la pareja de conceptos materia y forma se relacionan con un tipo de cosa o ente muy particular, que a la vez se distingue de toda creación artística, –florecientes en serenidad, plenitud, júbilo, poderío que emana desde ellas mismas–, sino que esta pareja conceptual versa sobre la constitución del utensilio, del útil, de los instrumentos.
Vivimos en un mundo volcado al utilitarismo. En todo lo que encontramos, lo primero que tratamos de vislumbrar, sea en un objeto, en una acción, en una creación o en un comportamiento es sobre su utilidad, su servir para cumplir una tarea, efectuar un efecto, realizar una posibilidad, emplear un instrumento.
No nos engañemos, casi todos los objetos los enfocamos de manera primaria, incluso en innumerables ocasiones interpretamos a los propios seres humanos –esto es una constancia histórica– como utensilios y en esa lógica los interpretamos como siervos, esclavos, criados, sirvientes, camareros, asistentes o empleados.
Invito al lector a afinar muy bien el ojo y la cabeza, pues ya se nos hace difícil percibir o interpretar nada, ni comprender el ser de nada sin antes preguntar, para qué sirve esto. Cómo si en ello se revelara su autentico valor.
Por otro lado, creo que sería importante que tomemos consciencia de las complejas realidades de nuestro tiempo.
Hoy, ya es muy raro que nos encontremos con cosas desnudas, individuales o con utensilios simples. Me refiero en este sentido a instrumentos no muy complejos, como, por ejemplo, un martillo, un lápiz, una libreta de apuntes, un vaso, o un cubierto.
Lo repito aquí nuevamente para que quede bien claro en la memoria: un útil o una herramienta se constituye no para que pueda ser percibida su servilidad como instrumento, con los ojos, como la vista. Un útil es tal según la función que esta llamado a cumplir: el martillo tiene una forma y una materia específica porque debe cumplir una función determinada, moldear algo a golpes: fijar un clavo en una pared, mientras un vaso como utensilio lo es en vista de servir de recipiente para contener y descargar líquidos, o guardar o resguardar pequeños trozos de materia que se utilizarán para cumplir una tarea determinada.
Nuestro mundo es muy complejo, y nuestra realidad se constituye como un conjunto de millones de subsistemas que se articulan en miríadas de constelaciones de sistemas. Por ejemplo, la globalización constituye una constelación de sistemas de redes de flujos que se articulan o contraponen entre sí. Lo mismo un avión en el aeropuerto. Este no es un útil separado, el aeropuerto y el aparato aéreo hacen parte de un sistema complejo que se extiende por todo el planeta.
Un rascacielos, o también, algo más cercano a nosotros, un apartamento en un condominio no es algo aislado, es un subsistema dentro del contexto de una máquina de habitar que hace parte del sistema de constelaciones de máquinas que constituyen una ciudad. Vivimos en una realidad hiperestructurada en sistemas. Nadie puede decir hoy como Mafalda, la creación de Quino, paren el mundo que me quiero bajar. Somos prisioneros de un hipersistema que no dominamos.
Luego de un inciso sobre los propósitos de mi último libro, Sabiduría poética de la Grecia antigua, que como el título mismo lo explica, trata de una manera especifica de nuestra temática, mas agrega un nuevo elemento de suma importancia para nuestras consideraciones, pues introduce sutilmente el tema de la realidad histórica de la realidad. El macrosistema que domina el mundo se constituye en interpretación vigente para una época determinada del sentido que tiene el tiempo para ella.
Dicho de manera muy resumida, estos macrosistema de interpretación global del tiempo vivido humano se pueden enumerar según cifras o claves o signos generales que sirven para designar cada etapa de la historia según el enfoque de la época que le sirve de paradigma.
Tenemos que contar que hay una interpretación del tiempo que es circular, que es típico de pueblos muy apegados a los ritmos en que la vida se despliega desde una coincidencia con los fenómenos que constituyen una naturaleza.
Hay otra perspectiva del tiempo que nace con el cristianismo, desde la visión de la persistencia de la providencia divina al crear el mundo y configurar el plan sagrado de la salvación y redención humana a partir de una visión Cristocéntrica, que posteriormente se transformará en la visión del tiempo que se constituye desde la Modernidad, que sustituye la proyección crística por una visión futurocéntrica como el lugar en que se consuma el progreso del mundo hacía lo mejor que cristalizaría en una perspectiva utópica que aparece como el espejismo que proyecta el horizonte del futuro.
Finalmente, tendremos que tratar la perspectiva que proyecta el tiempo del nihilismo que es la visión que, a mi juicio, prevalece en nuestro tiempo.
Como se puede ver por todo lo descrito en este resumen didáctico, el retomar el hilo que nos debe conducir, desde mi óptica, a la determinación del acontecer de la obra de arte, el camino es largo y aún es de noche.