A mis tíos Rosa y Rafito.

A Iván y Carolina.

Tío Esteban era un personaje. Llegaba a casa de mi abuela cuando menos lo esperábamos y repartía aquellos besos de trompita, calurosos y mojados, que expresaban la ternura que albergaba su viejo corpachón. Entonces se sentaba en una mecedora, se quitaba el sombrero bayo de alas anchas y se secaba la frente con un pañuelo manchado pero impecablemente doblado y empezaba a contar historias.

Tío Esteban era el mayor de los hermanos de mi abuela. En los campos, el respeto al primogénito era comparable al que se prodigaba al padre carnal y al celestial. Por eso, creo,  mi abuela le brindaba un vaso de agua fría o un cafecito caliente o un dulce de lechoza con tanta solemnidad. Y también con afecto, porque tío Esteban sabía hacerse querer.

Ir a su casa era, para muchachos pueblerinos como nosotros, una gran aventura. Nos íbamos a pie por el callejón de los Román (todavía no era calle), bordeábamos la laguna rodeada de javillas criollas (antes de que aquélla y éstas  se secaran), cogíamos aquel trillo interminable, flanqueado de mayas tan exuberantes que, para que no nos hincásemos con sus púas, mi padre, risueño, iba mutilando con su colín vaciao.

Tío Esteban vivía muy sólo, sin vecinos, entre los conucos, al pie de la loma, en una casita de palma y zinc, pintada de azul y amarillo,  con un jardín lleno de flores, un aljibe para recoger la lluvia, un zaguán destartalado para el fogón y un rancho de cana para la traba de gallos y la seca del tabaco. Dentro, habían unos pocos muebles. Sus paredes estaban  desnudas, salvo por una foto de su mujer difunta y un retrato suyo de cuando era joven (“Esteban era un tipazo”, decía Titai, la tía solterona de mi madre).

Cuando llegábamos, mi padre, que era su ahijado,  siempre le pedía la bendición (era curioso ver  a un hombre grande haciéndolo) y nosotros le entregábamos los regalos que mi padre nos había encomendado: Un huacal de cervecitas negras, una caja de cigarros, media docena de camisillas, una chacabana… “¡Qué muchachos, caramba!”, decía, riendo como sólo los hombres buenos pueden hacerlo, “Váyanse al conuco y cojan lo que quieran”. Mientras los grandes conversaban, mi hermana y yo nos íbamos a marotear mangos colones, lechozas, naranjas, nísperos… Luego nos íbamos, por donde habíamos llegado,  cargados de frutas, contentos y cansados,  y tío Esteban nos miraba alejarnos desde su portón destartalado…

***

Luego de la inesperada muerte de mi padre, comencé a visitar de nuevo a tío Esteban. Ya no iba a pie por los trillos; iba en carro. Ya no era un niño, era un hombre. Su conuco ya no daba frutos sino pena: Se había convertido en un tramo de la “futura” Circunvalación de Santiago. El caliche había sustituido la tierra negra; los hitos de hierro, los árboles frutales.

“La bendición, tío Esteban”, lo saludaba (ahora el hombre grande que la pedía era yo). “Dios te bendiga, sobrino”, me respondía. Tío Esteban tenía casi noventa. Sabía muy bien quién era, pero quizás había olvidado mi nombre. Por eso siempre me llamó “sobrino”,  con esa elegancia tan suya.

Seguía siendo un gran narrador. Conversábamos caminando por lo que quedaba del conuco. Tío Esteban me mostraba, resignado,  los destrozos que Balaguer, a ciegas, había autorizado con un decreto.  Otras veces, nos tomábamos un café en el zaguán, sentados en dos sillas de guano destartaladas. Sus cuentos eran tan buenos que hasta él mismo se iba  alborotando, a pesar de que ya los conocía. Mientras los contaba, tío Esteban se iba irguiendo, adelantándose en su silla hasta quedarse sentado en su borde. Cuando el clímax se acercaba, para dar más énfasis, se pasaba los dedos ásperos por las comisuras de la boca arrugada y golpeaba el quicio de la enramada con sus zapatos polvorientos.

Tío Esteban tenía una lucidez y una inteligencia naturales, a pesar de ser poco instruido. Era el ejemplo perfecto de que la vida no se aprende en la escuela. No sé si era su soledad o su edad, o las dos cosas, que lo motivaban, en sus últimos tiempos, a hablar sólo de amor. Un día, se agachó con dificultad, apoyándose en mi hombro, para recoger unas hojas secas del suelo del patio. “Con estas hojitas hago un té que da fuerza a mi naturaleza”, me dijo. “Porque, sobrino, a mi edad yo todavía echo mis pleitecitos: Los pierdo todos, pero los echo”.

Muchas veces fui  a visitarlo, acompañado de mis amigos. A mi amiga Carolina le tiró uno de los piropos más elegantes que he oído: “Pocas veces he visto una mujer con una presencia tan hermosa”. Mi amigo Iván, que al final iba sólo, le tomó unas fotos magníficas. Tengo una de ellas  en mi escritorio: Tío Esteban conversa, mirando, a través de sus lentes de fondo de botellas, fuera de la foto (de seguro su conuco amputado). En ella veo las orejas de mi padre, la nariz de mi tío Rafito y hasta mi propia boca.

Hace poco, pasando unas viejas cintas a mi computadora, descubrí, sorprendido, un retazo de una de esas conversaciones. Tío Esteban contaba no sé qué historia, salpicadas de ‘carajos’, de preguntas retóricas, con un dominio perfecto de sus silencios y de la entonación de sus frases.

Tío Esteban murió y yo me fui a Europa (que es quizás otra forma de morir).

Cuando la lluvia de Bruselas llena mi alma de tristeza, miro con frecuencia la foto de Tío Esteban y escucho una y otra vez su risa grave y bonachona. Considerar lo que resta de una vida de noventa años (una foto, tres recuerdos, un mp3 de 23 segundos y una carretera a medio talle, cundida de yerba mala) hace que se me salgan las lágrimas.