Ni que poner en mínima duda la razón que le asiste al legislador Rubén Maldonado, ex presidente de la Cámara de Diputados, cuando declara que la sospecha de recibir sobornos la ha dejado marcada con el infamante baldón de la corrupción.
Cierto que la acusación se mantuvo en suspenso durante un tiempo, para resurgir con fuerza con motivo del largo, tenso y cuestionado proceso de la reforma constitucional, con el único, o al menos, principal propósito de habilitar al presidente Danilo Medina para que pudiera aspirar a un nuevo período.
El hecho de que sus principales promotores insistieran en introducir el proyecto dando seguridades de que sería aprobado pese a no disponer de los votos suficientes, dio vida nuevamente a la vieja figura del llamado “hombre del maletín”, en cuyo interior estaría guardada la llave mágica para vencer la resistencia de los menos renuentes, a base de atractivas cantidades de dinero y otras prebendas.
Lo que se mantenía dentro del marco de la sospecha o la especulación quedó al desnudo, sin embargo, con la declaración del poco conocido diputado Manuel Díaz, de gestión y presencia bastante ignoradas pese a su larga permanencia de dieciocho años ocupando una curul en la Cámara Baja, dando a entender por lo claro que en su seno todo se vende y se compra.
Una revelación tan a la franca que arroja cieno sobre la moral y el comportamiento de todo el pleno del cuerpo congresual, dado que no hizo excepciones, pareció resbalar sobre la piel de sus miembros que salvo contadísimas y no precisamente enérgicas expresiones de rechazo, no dieron muestras de sentirse afectados.
Lo que por su gravedad suponía que al menos se produjese una sesión con fuertes críticas contra Díaz, y al menos la propuesta de una resolución de condena, pasó de largo en el seno de la Cámara pero dejando la huella del estigma público. Es la imagen que persiste. Y que tal como admite Maldonado “es un tema que no es nuevo, pero nunca como ahora se había hecho tan abierto.”
No tienen pues motivo de queja ni asombro los miembros de la Cámara de Diputados, en su gran mayoría obsesionados por el solo propósito de conservar sus curules, privilegios y beneficios, cuando en los sondeos de opinión sobre las instituciones públicas que disfrutan de peor reconocimiento figura ese cuerpo congresual.
Y que cada vez que se estanca un proyecto de ley de alto apremio nacional, como la cada vez mas urgente ley de Agua, o se apruebe una pieza legislativa que de la impresión de arropar un beneficio particular subyacente, a la mente acuda de inmediato la figura del “hombre del maletín” moviéndose por los pasillos del cuerpo y entre los escritorios de los diputados con su oculta carga de dádivas y promesas, ya sea para aprobar, ya para retener según sea el caso y la presión de los intereses involucrados.