El nombramiento, a inicios de este mes de marzo, de seis altos oficiales al comando de las Fuerzas Armadas de Haití (FAdH), marca el inminente restablecimiento del militarismo en el país más pobre del hemisferio occidental. De acuerdo con las declaraciones del presidente de Haití Juvenel Moïse, dicho ejército estará conformado inicialmente por unos 500 oficiales activos, hasta alcanzar eventualmente un total de 5,000 hombres como pie de fuerza.
En el ámbito de la geopolítica, el disponer de un ejército es interpretado frecuentemente como un resguardo a la soberanía de las naciones. Dicho esto, entre los 29 países que conforman la región insular del Caribe, solamente nueve poseen fuerzas armadas (Cuba, República Dominicana, Jamaica, Bahamas, Antigua &Barbuda, Saint Kitts & Nevis, Barbados, Trinidad & Tobago, Guyana); el resto de los países disponen de policías constabularias. Este dato factual nos lleva a preguntarnos: ¿A qué responde, pues, la iniciativa de reinstaurar las FAdH?
Adelantándome a cualquier posible malinterpretación de mi análisis, por parte de teóricos de la conspiración, no sugiero, ni suscribo ninguna hipótesis del supuesto uso de la fuerza militar haitiana contra intereses dominicanos; por el contrario, mi preocupación se enfoca en las potenciales implicaciones negativas de esta medida al interno de la sociedad haitiana.
En este sentido, retomo las palabras de anticipación que usara el propio presidente Juvenel Moïse al anunciar su decisión de viabilizar la reconstitución de las FAdH, cuando afirmó lo siguiente: “Sabemos que los militares han dejado muchas malas memorias en la mente de muchos haitianos, sin embargo, este ejercito será diferente”
Interpelando de entrada la asunción del presidente Moïse, existen en mi opinión muy pocos motivos para confiar en el hecho de que esta vez será diferente, y también en las razones por las que será presuntamente diferente.
Dos premisas sustentan mi incredulidad: En primer lugar, como ha quedado documentado en la historia política reciente, los seis oficiales recién nombrados: el General de Brigada, Sandrac Santil, el Coronel Jean Robert Gabriel, el Cnel. Jonas Jean, el Cnel. Derby Guerrier, el Cnel. Joseph J. Thomas, y el Cnel. Fontane Beaubien, fueron todos y cada uno de ellos miembros de la Fuerza Armada de Haití desmantelada en 1995. Varios de estos oficiales, que ya entonces conformaban también la alta jerarquía militar haitiana, estuvieron implicados en serios abusos a los derechos humanos y a la integridad de las personas, incluyendo desapariciones forzadas, asesinatos y tortura, que se retrotraen a los regímenes sanguinarios de los Duvalier y del posterior gobierno militar encabezado por el General Raoul Cedras. El hecho de que el actual Ministro de Defensa, Herve Denis considere que el historial de corrupción y abuso de poder de estos oficiales este “limpio” no oblitera la realidad de su involucramiento en acciones sangrientas, como la consumada masacre de Raboteau, que tuvo lugar en Gonaïves en las elecciones del 16 de noviembre del año 1994.
Siguiendo la narrativa del presidente Moïse, resulta todavía más cuesta arriba el encontrar razones de por qué será diferente. La inexistencia en Haití de Instituciones claves en el ámbito legislativo, de la justicia, y de los contrapesos civiles, prácticamente imposibilitan el contar con estrategias de defensa y seguridad consensuadas y comprensibles. Por el contrario, la única razón que parece prevalecer en esta decisión apuntala una motivación hiper-nacionalista que más bien resta, en lugar de agregar, garantías de seguridad a la sociedad haitiana en su conjunto.
Asimismo, la decisión de la actual administración, de instaurar las FAdH materializa un codiciado y prolongado deseo de sectores ultraconservadores pertenecientes a la elite política, económica y empresarial haitiana, de reconstituir el desmantelado ejercito duvalierista en 1994. Este paso agrega un alto nivel de riesgo en el marco de una institucionalidad precaria y un Estado aún en proceso de construcción. Al propio tiempo, esta decisión abre una ventana criminógena de oportunidades para el enriquecimiento ilícito de una nueva elite castrense con know how, recursos y poder suficiente para expandir la corrupción que ha asolado a los dos países que forman parte de la misma isla.
Como contraposición de esta errática decisión, la hermana República de Haití podría beneficiarse con la consolidación e institucionalización de su Policía Nacional y de su sistema de justicia, creando mayores contrapesos sociales y mecanismos de monitoreo y transparencia. Hay que decir que con todos los problemas de sub-registro de estadísticas de victimización, a la salida de las fuerzas de la MINUSTAH a mediados de octubre 2017, las tasas de homicidios y criminalidad en Haití se mantenían por debajo de las tasas en República Dominicana, Puerto Rico, Jamaica y Trinidad y Tobago. Si bien es de reconocer que dichas tasas se duplicaron entre el 2007 y el 2012 (de 5 muertes por 100,000 habitantes a 10/100,000 respectivamente. Este incremento de la victimización tiene que ver en gran medida con la falta de un consistente apoyo al fortalecimiento y profesionalización de una fuerza policial que para entonces contaba apenas con 10,000 efectivos para atender a una población de 10 millones de habitantes.
También hay que destacar que, si bien con algunas limitaciones, la Policía Nacional Haitiana, conformada actualmente por un pie de fuerza de 15,000 hombres y mujeres, formados y subsidiados por Naciones Unidas, ha jugado un papel fundamental en el restablecimiento del orden público y el mantenimiento de la estabilidad en Haití durante los 22 años que el país ha vivido sin militares. Garantizar la seguridad nacional por medio del control fronterizo (marítimo y terrestre), la regulación de armas y del flujo licito de mercancías, entre otras, son funciones que una policía profesional, legitimada y con recursos está en perfectas condiciones de asumir. Por el contrario, invertir, $8.5 millones de dólares en la creación de una fuerza de defensa, que es lo que tiene programado el gobierno haitiano en esta etapa inicial, podría resultar totalmente contra-productivo por la simple razón de que desvía recursos y debilita la focalización en el fortalecimiento de la estructura policial, la cual, como ya se dijo, ha demostrado su efectividad en las últimas dos décadas aún en el marco de las precarias condiciones sociales y económicas del país.