“Me avergonzaría hacer perder la fe a quienes la necesitan, o sencillamente a quienes viven mejor gracias a ella”. André Comte-Sponville.

Algunos familiares que pierden el tiempo leyendo mis escritos, también cercanos amigos, en ocasión de la publicación del artículo creo en Dios porque es absurdo (02-05-2020), me aconsejaron que dejara a Dios tranquilo y disfrutara en soledad mi ateísmo adolescente, especialmente en estos tiempos en los que, según ellos, necesitamos sentir la trascendencia y grandeza inconmensurable de ese ser misterioso.

Muy a su pesar seguimos insistiendo: podemos vivir sin religión alguna, lo cual no significa que no reconozcamos la existencia real de estas, yo diría que excesivamente real, importando poco sus inverosímiles nomenclaturas. También podemos vivir felizmente sin Dios, cualquiera que sea la interpretación que de él se haga en los sistemas de creencias religiosas contemporáneos. Pedimos perdón a la familia y amigos creyentes. Suena algo desproporcionado hacer tal afirmación en estos momentos críticos que vive el mundo.

Las religiones son una experiencia real. Algunas de ellas pudieron sobrevivir sin el garrote de un dios al acecho, como es el caso de algunos ejemplos orientales, que en realidad son sutiles mezclas de espiritualidad, moral y filosofía del buen vivir. Vivir sin religión es más fácil que vivir sin Dios, no porque él exista, sino por las complejidades ontológicas que ello supone.

No obstante, hay que afrontar el gran reto que supone no creer en Dios y al hacerlo, sin abandonar la dignidad moral ni las aspiraciones de redención y libertad que nunca nos abandonan, seremos mucho más felices, más plenos como seres humanos, más libres y menos atormentados por las dudas sobre nuestro potencial humano.

O elegimos que la razón vuele a su antojo y alcance sus metas sin ayuda de la ilusión de un dios, o seguimos viviendo bajo el domo de la ignorancia y la credulidad improductiva, por lo demás marcadamente egoísta, de la que se lucran excesivamente los menos creyentes.

No es verdad que es improbable ocuparse menos de Dios que de los problemas existenciales que nos agobian. De hecho, nos ocupamos más de ellos que de Dios. Creemos que serían menos difíciles e insolubles si acudimos en ayuda de la inteligencia y el conocimiento enriquecedor. En ciertas circunstancias, la predicación bíblica es la peor compañía que tienen los problemas que enfrenta la humanidad. Como dice el paleontólogo español Juan Luis Arsuaga, uno de los mayores expertos en evolución humana del mundo, en referencia al covid-19, “toda la predicación bíblica que está aflorando ahora me parece lo más grave de esta epidemia".

Desde el octavo curso de la escuela intermedia, mi militancia en el partido de la razón fue tan sentida como determinada, intensificándose por muchas razones en los tiempos de los estudios superiores.

Viviendo en los arrabales de los ingenios azucareros, ayudaba a los curas como lector de epístolas canónicas. Era un niño profundamente devoto, como todos los de que aquella época, y tuve una infancia iluminada por los fastuosos candelabros eclesiales. Fui recolector del diezmo entre largas filas de disciplinados “ciervos de Dios”. Mis ropas entonces no tenían más olores que los de las gomorresinas de los templos. Si, un misario inadvertido, un apasionado servidor de la “Santa Iglesia” con una imaginación sobrecargada de epístolas, salmos y sonoras sentencias apostólicas.

Fue precisamente en el corazón de la Iglesia donde nacieron mis dudas sobre las religiones como instituciones imprescindibles, y sobre Dios, como ser perfecto que tiene a bien decidir el destino final de las almas escapadas de la vida.

Comenzaron a hervir en mis adentros las preguntas y afloraron inevitables los desacuerdos. Por ejemplo, nunca acepté la dicotomía entre el jardín de las delicias y las llamas eternas del purgatorio; cuestionaba el arrepentimiento falaz, la indulgencia del crimen y la aprobación sublime del engaño y de la pedofilia masificada. Mientras más conocía a “la clase eclesiástica”, más dudé de su misión salvadora trascendente. Terminé de juzgarlos con irrevocable severidad cuando conocí sus complicidades y negocios con seres humanos y cúpulas que eran y son los menos ejemplares, a una escala verdaderamente global.

Me alejé definitivamente de esa “sacrosanta casta de varones” al conocer que habían “socializado” la pedofilia en los propios templos y en las casas curiales, y que arriba de su complicada pirámide de mando, podíamos encontrar almacenes de tomos de silencio cómplice sobre el calvario terrenal de cientos de niños y jóvenes brutalmente usados como juguetes sexuales.

Nuestra ruptura con la fe fue temprana y necesariamente evolutiva. Pero la lentitud del proceso no la hizo imposible, sino algo escabrosa por las naturales resistencias del entorno. Al final, confieso, ese rompimiento tuvo la misma fuerza estremecedora de una liberación auténtica y plena, llena de satisfacciones personales.

Hace tiempo que no me acechan las amenazas de tormentos extraterrestres ni mi caminar está predeterminado por una voluntad divina infalible. Ahora mis temores existenciales provienen de los límites de mis propios recursos cognitivos, flaquezas y desatinos, atributos inevitables de la conducta humana. No rezo cuando subo las escalerillas de un avión ni antes de dormir. No confieso mis pecados, que son muchos, como tampoco espero el perdón fantasioso de quien no tiene ninguna autoridad moral para darlo.

El ejercicio de nuestro ateísmo no puede ser cuestionado, del mismo modo que mal haríamos nosotros en vilipendiar las creencias y ritos que sustentan las religiones, no importa cuán triviales y absurdos sean (¿han leído sobre la génesis del mormonismo descrita en el famoso Libro del Mormón?).

Sepan ustedes que la fe de otros no me molesta en absoluto. Siempre que puedo, desde las trincheras accesibles de mi escepticismo racional, favorezco la coexistencia con creyentes bienhechores y solidarios.