(Recordando a Danilo de los Santos)

Durante la segunda mitad del siglo XX, el concurso Eduardo León Jimenes fue el principal crisol de talentos de las artes visuales dominicana. Era el evento artístico de mayor nivel competitivo en el país. Las noches inaugurales, de apertura de exposición y veredictos, interesaban a todos los sectores de la sociedad dominicana, aún los regularmente ajenos a las artes y la cultura. Nadie discutía que, en cada bienal, Santiago de los Caballeros se convertía en la capital cultural.

Hasta principio de la década de los 2000, las bases de esta paradigmática bienal convocaban abiertamente a los cultores de todos los lenguajes artísticos, garantizando, como un jurado de nivel mundial, la justipreciación de las obras según su género.

Eran épicas las grandes colas de entrega, sobre todo el último día. Reinaba pasión desmedida en quienes, sobre el interés de premios siempre cuantiosos, concursaba sobre todo por urgencia expresiva. Así, en la XIX versión, hubo una participación de cerca de 200 artistas con más de 500 obras, que colmaron todos los salones, pasillos y recovecos del Gran Teatro Cibao. Artistas de diferentes generaciones y géneros creativos concurriendo eufóricos, porque más que ganar era importante “estar”; para que, además de los especialistas, la gente del pueblo que se contaba por millares, viera lo que cada artista realmente “era” capaz de producir e hiciera su propia valoración al margen del gusto de los jueces de premiación.

En aquellas antológicas muestras fluía a borbotones una dominicanidad intuitiva, de claras raíces idiosincráticas y sincréticas, esto es, arte con marca de origen. Las obras respondían a realidades y ficciones nacionales indiscutidas, expresadas a través de la mirada aventajada y libre de los artistas. Importaba más la expresión personal e inmediata que las tentaciones de representar una globalidad galopante a duras penas entendida. Muchas obras participantes, no sólo las premiadas, por sus singularidades y excelentes facturas, obligaban a exposiciones internacionales interesadas en nuestra singularidad caribeña.

El legado de aquellas bienales era concreto e indiscutible. A partir de siempre voluminosos catálogos se podía hacer un diagnóstico bastante confiable del estado de las artes visuales criollas, pues las estrellas eran las obras y los artistas, no sus teóricos y mercaderes. Creadores, críticos y simple diletantes se enfrascaban en una lucha cuerpo a cuerpo para adquirir un ejemplar impreso de las memorias de la exposición, pues para los primeros constituían un referente de trayectoria profesional a ser incluido en su Curriculum Vitae; en tanto, para los especialistas e investigadores eran ventanas a las tendencias creativas en germinación. De igual manera, para el público general, aquellos eran documentos para el deleite y las oportunas consultas; y para los auspiciadores devenían en constancia imperecedera de un dinero bien invertido en preservar los valores de nuestra nación.

Las bases de entonces convocaban estrictamente el arte de los artistas, sin pautarle temáticas, técnicas o medios. Dicho de otra manera, había diversidad de fondo y forma, fruto del incentivo de una participación artística abierta y espontánea. El artista, siempre reacio a formalidades, no se veía obligado a inventar proyectos para la bienal, mandaba como referente de su arte lo que mejor hacía. Las obras presentadas correspondían a búsquedas que venían realizando por años en sus talleres, y que definían su estilo en base a los materiales, lenguajes y temáticas resultantes del albedrio creativo.

Con el arribo del nuevo milenio, la filosofía de la bienal cambió. Las últimas versiones, desarrolladas en el contexto del Centro León, ha apostado la especialización. En una transformación radical de propósitos, en vez de obras terminadas, se requieren propuestas formales, proyectos, que implican aprobación previa, planificación, financiamiento y supervisión del proceso de construcción.

Los especialistas, que antes tenían solo el peso de la evaluación y premiación, lucen empoderados, en control de las fases de construcción de las obras, de una dinámica regularmente lúdica e intuitiva. Esta estrategia, quizás contemporánea o posmoderna, parece haber desconcertado a los participantes habituales; pues, acaso con más voluntad organizativas, inversión y mayores despliegues comunicacionales, la capacidad de convocatoria ha venido en drástico declive.

Al margen del día inaugural, las actividades inaugurales y expositivas apenas encuentran eco real en la comunidad de artistas y en los diletantes acostumbrados. Obviamente, quedan las publicaciones impresas que registran los hallazgos estéticos, sin embargo, por la reducción de obras y artistas, que rondan la veintena, se confunden con los catálogos de las exposiciones regulares de la importante institución cultural.