Se me antoja el eslogan del Ministerio de Turismo para concluir que definitivamente sí tenemos muchas cosas hermosas, aunque realmente no lo tenemos todo. Con el más real de los sarcasmos puedo hacer una lista y no precisamente compuesta de bondades. Pero respetando los contextos, reconozco que la perspectiva de mis líneas no guarda relación con las bellezas del país. Sin embargo, sí quiero mencionar algunas cosas que teníamos y que hoy son solo un branding hueco, escasamente representativo, que pulula en nuestra cotidianidad, pero ¿son nuestras?
Cuando pienso en orgullo nacional –que me parece más bien sentido de pertenencia- me viene a la mente todo eso que nos distingue en cualquier parte del mundo: la belleza de nuestras playas, nuestra cerveza, el café, el merengue. Nuestro talento para hablar más alto que el resto y la cualidad de autoincluirnos en cualquier conversación para dar un consejo que nadie nos pidió, incluyendo la receta de antibióticos o preparaciones en botella para desbaratar cualquier mioma o quiste uterino o mamario.
Sin embargo, cuando eso que nos representa termina limitado a lo simbólico, sin que las nuevas generaciones vean algo más que aquello que consumen o ven, un producto emblemático se transforma solo en algo más de lo que ya abunda. Sin contenido, sin esencia, sin mística, los significativos terminan siendo tan blandos como la ética personal de aquel que negocia sus valores por algo de confort o más estatus. Y la esencia, la mística y el contenido solo pueden permanecer en el tiempo a través de acciones concretas, pensadas y dirigidas con intensión de cuidar y mantener el significado de los símbolos. De lo contrario, ocurre justo lo que pasa hoy día. ¿Dónde está nuestra identidad? ¿Cuáles acciones públicas y privadas se diseñan y dirigen en pos de mantener nuestra tradición y sus elementos?
Recuerdo con detalle la tarde en que supe que La Cervecería Nacional Dominicana ya no era tan dominicana, pues gran parte de las acciones de la empresa del Grupo León había sido adquirida por uno de los gigantes de la cerveza a nivel mundial. Lo supe seis meses después de que todo sucediera. Me tocó, ya mi fría no era tanto “mi” fría. Ya era solo “una cerveza más en la góndola del supermercado”. Eso me supo a tiza, quiero referir mierda, pero mejor cito tiza. Y se que puede sonar bastante tonto con “p” pero sentí que me habían quitado parte de mi identidad como dominicana. No soy parámetro de nadie, y me tomo muy en serio eso que me representa; mi sentido de pertenencia llega a agotar cotas altas en algunos rubros. La producción nacional del ron y cerveza es una de ellas. La otra es el café.
El ron, la cerveza y el café bien pudieron ser explotados como nuestra marca país de haber sido suficiente motivo de interés para el empresariado local y sus equipos de mercadeo, en combinación con las autoridades de turismo y una estrategia de posicionamiento mundial. Esto no hubiera sido difícil puesto que ya los productos estaban colocados. Era más que todo fortalecer esa identidad, cuidar la permanencia de su posicionamiento y volverla referente mundial del país en sus respectivas áreas.
Sin embargo ¿Quién soy yo para criticar el derecho de las generaciones herederas de las empresas de estos rubros de hacer con ellas las jugadas que mejor les parecieron? Aunque esto significara deshacerse de gran parte del patrimonio intangible de un país. Parece que todo tiene su precio y no estamos frente a una excepción. Más que un acuerdo comercial o alianzas estratégicas con gigantes del mercado mundial, se transó la tradición, la historia y la marca. Algo que va más allá de las rúbricas estampadas en las páginas de un contrato de venta de acciones.
Poco ha importado que sobre la espalda de nuestros cañeros se haya tejido la riqueza de algunas familias, y sobre la sangre de estos descanse lo que fue el entonces floreciente mundo del ron. Tampoco parece ser gran cosa que las mujeres del mundo cafetero vean la realidad de sus comunidades transformarse, mientras el vientre de nuestras montañas cada vez se preña menos del hermoso cafeto. No recuerdo la última vez que vi la propaganda del “ron dominicano”, y en la publicidad de la TV por cable, jamás, como sí ocurre con productos de otros países. Tampoco la veo sobre el café. ¿Será algo tarde?
En este momento asocio todo lo anterior pero en relación al tabaco. Dejo ese pensamiento ahí. Sigo.
A propósito de café, en la calle El Conde hay un local fantástico. Hay todo lo que pueda imaginarse hecho a base de café. Desde jabones de baño hasta bebidas. Dulces y productos para el pelo. Lociones, cremas para el cuerpo. Cuando lo conocí, me sentí como un niño en la fábrica de Willy Wonka. Conversé con la joven que atendía el lugar y con una vendedora. El dueño es un extranjero. Me dio algo de pena. ¿Tenemos un museo del café en el país? Y si es así, ¿por qué no se dónde está? ¿Tenemos un museo del azúcar, un museo del ron, del tabaco?
Nuestra vocación de desprendernos de lo nuestro no termina con lo que he mencionado. La Compañía Dominicana de Teléfonos hoy es Claro, pertenece a uno de los hombres más ricos del planeta. Su contraparte de entonces, TRICOM, empresa dominicana creada como innovación para el consumidor al ofrecer productos de entretenimiento, voz y data, surgía como una opción más asequible para los dominicanos, hoy está en manos de una entidad internacional europea llamada Altice. Si se pregunta por qué los servicios de telecomunicación son tan caros en el país, no se asombre si sugiero que Claro factura en su equivalente en dólares americanos y Altice en Euros. ¿O qué? Además de que nuestra economía está dolarizada, ¿no pensará que estas organizaciones calcularían el costo de sus servicios en pesos dominicanos solo porque están en la tierra de Duarte?
Y así, dándonos por enterados o no, y ante la mirada displicente y cómplice de los administradores del Estado dominicano, entregamos nuestro ron, nuestra cerveza, gran parte de nuestro café, empresas forjadas con ingenio y capital dominicano. Cedimos nuestras herencias, hemos entregado al olvido las fechas más pintorescas, las celebraciones. Y nos quedamos ¿con qué? ¿Con las playas? ¿Esas de arena blanca que entregan a inversionistas del sector hotelero? ¿Esas sobre las que hay que pelear en tribunales para defenderlas de intereses particulares que les importa poco el destino nacional? ¿Nos conformamos con peloteros que destacan en otras arenas?
Sí, tenemos zonas francas que no representan el desarrollo que afirman ofrecer, tenemos el turismo, que supone una economía dependiente, está la prensa local, en gran parte comprometida al servicio del poder. Nos distinguimos por una claque política de concurso, si de corrupción se trata. Y definitivamente sí tenemos una suerte de coma inducido del que urge despertar, antes de que solo nos quede la tierra bajo los pies.