En un escrito anterior analicé la experiencia de “la conciencia infeliz” en la Fenomenología del Espíritu de Hegel como fundamento subjetivo del estado de cosas posterior a la independencia de los esclavos en Haití. Paso ahora a discernir la evolución de la conciencia hegeliana posterior a la dialéctica el amo y del esclavo para advertir su transfiguración en la parte oriental de la Isla Hispaniola.
El drama histórico. Como es bien sabido, el proceso por la independencia de la antigua colonia española de Santo Domingo tuvo al menos dos momentos estelares: en 1844 contra la recién fundada república en Haití y entre 1861-1864 contra la Corona española.
A diferencia de lo que aconteció años antes en Haití, en ninguna de aquellas dos gestas dominicanas se experimentó la lucha a muerte entre amos y esclavos, pues la libertad fue gratuitamente concedida a los esclavos en la antigua colonia española de Santo Domingo durante el período de ocupación haitiana entre 1822 y 1844.
De ahí que lo significativo del proceso subjetivo de la conciencia en la República Dominicana no resulta de la contraposición amos-esclavos, sino en otro fenómeno; a saber, los mismos protagonistas de las gestas independentistas dominicanas se dividieron no sólo entre sí –unos a favor y otros en contra—sino que cada uno de ellos se contradijo a sí mismo.
En efecto, no debe sorprender algo tan tantural como que los adversarios se dividieran en dos bandos, unos a favor de la independencia dominicana y otros en contra. Lo que sí es significativo es que, por ejemplo, quien en 1844 lucha a favor de la soberanía dominicana ese mismo individuo, en 1861, favorece y propicia la recolonización de la nación dominicana y combate contra los restauradores. El caso más emblemático de todos es el de Santana y sus seguidores.
Ese fenómeno es reiterativo incluso allende las fronteras. Se registra el caso del Generalísimo Máximo Gómez. Como sargento del ejéricto español se opone a la naciente república y como Generalísimo en las guerras por la independencia de Cuba contribuye de manera decisiva a poner fin al imperio español.
Al margen de intereses personales, la contrariedad o piedra de la discordia que golpea continuamente la conciencia individual es la duda. ¿Acaso podrá subsistir la recién adquirida libertad dominicana sin la protección de otra nación?
Que la República Dominicana no podía subsistir sin la ayuda de otra nación, a decir de Américo Lugo, “no era creencia individual de Santana ni de Báez, ni de Jiménez, ni de Cabral; era creencia general del pueblo dominicano. La creencia contraria era precisamente la individual, la de una escasa minoría.” Él va más allá y sentencia en su tesis doctoral:
“De la lección atenta de la historia se deduce que el pueblo dominicano no constituye una nación” porque ese pueblo “no tiene conciencia de la comunidad que constituye, porque su actividad política no se ha generalizado bastante”. Por ello, “el Estado Dominicano no nació viable. Murió asfixiado en la cuna. Proscriptos salieron los padres de la patria, condenados por el crimen de haberla creado”.
Esa misma recelo se sigue repitiendo en pleno siglo XX, por no hablar aquí del XXI. Para muestras un botón: de un lado quien se enfrenta y termina heroicamente con la vida de un tirano, en la noche del 30 de mayo de 1961, del otro lado, pocos años más tarde, en 1965, combate al pueblo insurrecto que encarna y reclama su propia constitucionalidad.
Dudas. Aquella duda como patrón de comportamiento cultural se manifiesta desde tempranas horas en la nación dominicana. Temerosos y recelando los propósitos de Haití, se llegó al extremo de peregrinar por la capital estadounidense y por las principales de Europa en procura de un protectorado para la recién independizada República y, más radical aún, a admitir su anexión a la antigua metrópolis española (Pedro Santana y Buenaventura Báez, entre otros).
Esa contrariedad llega a cuestionar las virtudes e idoneidad de aquel mismo pueblo que luchó por su independencia y por su restauración y a pronunciarse bajo el mano ideológico que ha sido tildado como el “gran pesimismo dominicano”.
Con notables excepciones –por ejemplo las de Pedro F. Bonó y Ulises Francisco Espaillat– buena parte del pensamiento social dominicano posterior, influido por el darwinismo social y el biologismo de Spencer, define al pueblo dominicano en base a un híbrido que, por su conducta, costumbres, creencias e incluso aporte racial negro, poco tienen que ver con la identidad nacional dominicana.
Ese discurso encontró en la creación literaria, histórica y científica de autores de la talla de José Ramón López, Manuel de Jesús Galván, Francisco E. Moscoso Puello, Américo Lugo, Joaquín Balaguer, Manuel Arturo Peña Batlle, entre otros, un vehículo de difusión que halla en la historia dominicana un mecanismo de diferenciación del dominicano frente al haitiano y de lo dominicano a lo haitiano. Dicho pensamiento llega a saber lo que el dominicano no es, –no es haitiano, ni español, ni inglés, ni francés, ni estadounidense y tampoco suizo–, pero desconoce e ignora lo que él sí es.
De ahí las interminables vacilaciones de una conciencia individual que termina dudando y hasta negándose culturalmente a sí misma.
La situación está tan enraizada en los patrones culturales dominicanos que, a propósito de esa búsqueda en el presente, Carlos Dore Cabral advierte que hay que “volver a explorar los intersticios de la construcción identitaria (sic) poniéndole atención a ese otro interior que desde hace mucho tiempo llegó para formar parte de uno de nosotros…. El dominicano es tan diverso que puede ser católico en el mismo momento que se baña en las aguas de Liborio… No sólo habla un español distinto en giros y sonoridades que lo distingue del de la antigua colonia, sino que está tendiendo a ser políglota a partir de las nuevas realidades en un nuevo mundo”.
Escepticismo. Aquellas contrariedades y contradiciones, –un día libre y otro dependiente, un día heroico y otro abyecto y servil–, no son propias de ningún rasgo de pesimismo.
La dominicanidad no es pesimismo, pues entonces no gozaría de momentos de libertad y de heroismo; tampoco simple alegría, espontaneidad y optimismo, porque no deja de buscarse a sí misma.
Por el contrario, en el peregrinaje fenomenológico de la formación de la conciencia, la dominicana más bien representa la figura hegeliana del “escepticismo”. A seguidas de la dialéctica del amo y del esclavo, “la conciencia escéptica” es intermedia en la fenomenología hegeliana entre la “cociencia estoica” (que la precede y a la que me referiré en un próximo escrito) y la “conciencia infeliz” (que le es posterior y ya consideré al referirme a la experiencia haitiana). En tanto que escéptico, lo que uno hace lo deshace en una continua refutación de sí mismo.
A decir de Hegel, la conciencia escéptica se auto manifiesta y experimenta como una conciencia intrínsecamente contrariada y contradictoria porque no deja de duplicarse, actuando y dudando de sí misma.
“Esta conciencia es ese desatino inconsciente que consiste en pasar a cada paso de un extremo a otro, del extremo de la autoconciencia igual a sí misma al de la conciencia fortuita, confusa y engendradora de confusión; y viceversa. Ella misma no logra aglutinar estos dos pensamientos de ella misma; de una parte, reconoce su libertad como elevación por encima de toda la confusión y el carácter contingente del ser allí y, de otra parte, confiesa ser, a su vez, un retorno a lo no esencial y a un dar vueltas en torno a ello. (…) En el escepticismo, esta libertad se realiza, destruye el otro lado del determinado ser allí, pero más bien se duplica y es ahora algo doble.”
Ese continuo desdoblamiento y contraposición de una conciencia fluctuante, –reflexionada no ya en libros filosóficos sino en el contexto de la experiencia dominicana–, emerge después que la autoconciencia libre y pensante se afirma pero al mismo tiempo se cuestiona a sí misma en forma zigzagueante, pues no deja de violar valores y normas a los que se somete o de sustentar reparos morales que rechaza.
Conclusión. Luego de interpretar las experiencias haitiana y dominicana, respectivamente, por medio de dos figuras fenomenológicas la conciencia subjetiva de cada individuo, aún queda por descubrir el fundamento subjetivo de la tercera gran experiencia libertaria que tuvo lugar en el Mar Caribe, es decir, la de Cuba.
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La dominicanidad no es pesimismo, pues entonces no gozaría de momentos de libertad y de heroismo; tampoco pura alegría y optimismo, porque no deja de buscarse a sí misma.
La conciencia dominicana, en tanto que escéptica, lo que hace lo deshace en una continua refutación de sí misma.
Ese continuo desdoblamiento y contraposición de la conciencia escéptica se manifiesta cuantas veces se afirma y al mismo tiempo se cuestiona a sí misma en forma zigzagueante, pues no deja de violar valores y normas a los que se somete o de sustentar reparos morales que rechaza.