Desde su aparición, las vanguardias del siglo XX asumieron la crítica al sistema, considerada necesaria y esencial.  Elástico y flexible, el sistema puede volver a su favor la crítica más incisiva y virulenta. El sistema es un boxeador muy bien entrenado: sabe encajar los golpes recibidos y devolverlos con mayor fuerza y contundencia. Voraz y manipulador, es capaz de asimilar cualquier crítica, ataque o subversión. Tal es su poder de recuperación. Para decirlo con Estrella de Diego: convierte en pura pantomima el gesto más combativo y provocador.

Galería de arte

La institución es el sistema, o, al menos, pieza integral del sistema. ¿La crítica institucional puede ser una crítica eficaz del sistema de poder? ¿Puede ser ella radical y subversiva? ¿Es posible hoy, después de todo lo que se ha visto y oído, mostrado, representado e instalado, después de tantos ismos que vienen y van, de tantos aspavientos, de tantos gestos de ruptura vanguardistas, incluso de los más ruidosos y furiosos, de los más banales, subvertir a la institución? ¿Es posible subvertir las estrategias de poder formando parte del poder mismo? ¿Y cómo? ¿Y qué significa exactamente subvertir a la institución? ¿Desinstitucionalizarla? ¿Y por qué hacerlo si la propia institucionalización del arte y la cultura ha sido una conquista democrática que ha costado tanto esfuerzo y lucha? ¿Acabar con los museos, galerías y centros de arte? (¡Pero entonces se acabarían también los premios de concursos y bienales!). ¿El arte fuera de las instituciones artísticas y culturales? Pero parece ser que el arte y la cultura sólo pueden prosperar desde tales instituciones. ¿Y entonces? ¿A dónde, pues, conducen hoy los discursos artísticos de la “resistencia”?

¿Es posible hacer crítica institucional desde la institución misma, desde el museo, por ejemplo? Al exhibir y conservar el museo protege a la obra y al artista para la actualidad y la posteridad, a la vez que los domestica. Se considera al museo una institución del pasado. Y lo es en cierto sentido. Pero hay que aclarar: del pasado-presente, que no está muerto sino vivo.

Hoy todo lo que se expone en un museo falsamente acaba por convertirse en obra de arte, al menos en apariencia. Todo acaba siendo parte de esa lógica institucional, aun la obra más escandalosa. La entrada de una obra a un museo, no importa cuán trascendente o banal ella sea, parece “institucionalizarla”, desactivarla y neutralizarla, haciéndola formar parte del sistema y su lógica unívoca.

Museo

Pero no hay que culpar al viejo Marcel Duchamp y su ready-made. La fórmula de Duchamp a principios del siglo XX era: todo lo que se expone en un museo se convierte en obra de arte. Al tomar un urinario y llevarlo a un museo, hacia 1917, provocó y escandalizó a la sociedad y la crítica de su tiempo. “Pero, ¿y esto es arte?”, se preguntaban. En realidad, lo que hizo fue demostrar una sola cosa: que al tomar un objeto cotidiano y colocarlo en un museo, el objeto se eleva automáticamente a la categoría de arte, de objeto de arte. Colocó insólitos objetos cotidianos (un urinario, una rueda de bicicleta sobre un taburete de madera) en un espacio nuevo para subrayar una idea esencial: que el arte guarda una mayor y más íntima relación con las ideas que con las cosas. Así, logró que el espectador se cuestionara su propia racionalidad y el modo en que percibía los objetos que le rodeaban. Un urinario en un baño público es un objeto funcional común y corriente. Se halla y funciona en el espacio que le es propio. Pero sacado de allí, trasladado y expuesto en un espacio diferente e “impropio” como lo es un museo pasa a ser otra cosa: una “obra de arte”. Adquiere un valor simbólico. Aunque sigue siendo un artefacto, un objeto de diseño artesanal o industrial, el contexto le presta un carácter y un valor nuevos y distintos.

Pero, ¿de qué hablamos en esencia? ¿De una obra de arte o de un artefacto o artículo de uso y consumo cualquiera? Duchamp era un provocador genial y un gran burlón. Vino, vio y burló. Se burló de su tiempo y le tomó el pelo a todo el mundo: autor, público y crítica. Pero repetir o copiar vulgarmente hoy, casi un siglo después, el gesto duchampiano del ready-made no sólo no tiene nada de original y novedoso, sino que también delata una imitación servil y burda de gestos que en su momento fueron significativos y transgresores, pero que hoy ya no significan ni transgreden nada, salvo el sentido común de la gente.