La renuncia esta semana del fundador de Uber, Travis Kalanick, a su puesto como CEO de su propia compañía muestra la vulnerabilidad a la que están expuestos los empresarios y entrepreneurs actuales.
Porque si Kalanick no pudo sobrevivir una crisis de reputación, ¿quién puede? Después de todo, este es el hombre que, casi sólo y con mucha audacia, lanzó la empresa que terminó con una de las vacas sagradas del mundo civilizado: la hiper regulada industria de los taxis, de la que mamaron durante décadas variados grupos de poder, desde sindicatos hasta grandes empresas, pasando por agencias regulatorias y de gobierno.
Todo comenzó de una forma más bien anodina. Una joven ingeniera, Susan Fowler, contó, en su blog personal, que su supervisor en Uber la había acosado sexualmente y que cuando se lo hizo saber al departamento de recursos humanos de la empresa la respuesta había sido que su acosador era muy eficiente en el trabajo y que preferían no importunarlo con esas nimiedades.
Fowler dejó Uber y consiguió rápidamente trabajo en otra start-up de Sillicon Valley, pero sus revelaciones desataron una crisis. Empezaron a aparecer, en social media, decenas de historias de empleadas de Uber diciendo que habían sido acosadas. Uber tuvo que entrar en modo contención de crisis: abrió un hot-line para que sus empleadas denunciaran casos de acoso sexual y anunció que uno de los miembros de su directorio, Ariana Huffington, estaría disponible para recibir denuncias personalmente.
La decisión de usar a Huffington, una empresaria de alto perfil que por su exitosa carrera representa como nadie el empoderamiento de las mujeres en el mundo de los negocios estadounidenses, fue una clásica maniobra de relaciones públicas tradicional que en otros momentos hubiera funcionado. Hoy, no. En nuestro actual mundo transparente solo sirvió para que se abrieran aún más las compuertas de la crisis.
Este no fue, lamentablemente, el único escándalo que azotó a Uber este año. Revelaciones acerca de que la empresa había usado un software que creaba una app fantasma para despistar a los reguladores de varias ciudades y un litigio con Google por un supuesto robo de tecnología para producir autos que se conducen solos terminaron de agriar el panorama. Asediado, el directorio de Uber pidió la renuncia de Kalanick.
Lo más irónico de toda esta situación es que gran parte de la crisis en la que está sumida hoy la empresa está ligada a las mismas características que la hicieron grande en tiempo récord y en un contexto abierto a la disrupción: su decisión de reescribir las reglas del juego y su voluntad por avanzar cueste lo que cueste a la velocidad que requiere el mundo actual.
Este es el gran dilema de los empresarios de hoy: están en un entorno en el que, en parte gracias a la tecnología, pueden hacer cosas revolucionarias, que dejan obsoletas regulaciones y cambian radicalmente los patrones de funcionamiento de muchos mercados. Sin embargo, este mismo entorno exige moverse a una gran velocidad y es, además, completamente transparente. Esto obliga a los empresarios y a sus empresas a tener siempre una conducta impecable, incluso cuando están avanzando por una pista resbaladiza a 180 kilómetros por hora.
Por eso, en el mundo actual el manejo de la reputación, aun para las empresas nacidas en el nuevo mundo, que parecen poder llevarse todo por delante, ha pasado a ser una parte integral del trabajo del CEO, tan importante como el manejo operacional de la compañía.
La comunicación como forma de tapar nuestras falencias, ya no existe. Hoy, el cuidado de la reputación tiene que ser parte del business plan. El tema ya no es operar, y ver qué sucede luego, con un manual de manejo de crisis copiado de otra empresa. La comunicación es vital pero no hay muchos que hayan hecho el upgrade que se necesita.
El desafío ha crecido – y sigue creciendo- exponencialmente. Cuando pensamos que las cosas cambiaron, vuelven a cambiar. Uber y todas las empresas e instituciones (y, por qué no, gobiernos) tienen que cambiar el chip. Son grandes innovadores, disruptores que traen grandes ideas, pero siguen manejando la comunicación con sus empleados y con otros actores de la misma forma en que se manejaba en la época en que Ford inventó la línea de producción masiva de automóviles.
Esta bofetada que acaba de recibir Kalanick lo enfrentó a la realidad actual: hoy estamos todos desnudos en una gran vidriera. Todo lo que decimos y dicen los demás sobre nuestra empresa es inmensamente relevante porque puede amplificarse inmediatamente a través de los medios sociales.
Kalanick y todos nosotros debemos entender que hoy cualquier Goliat puede transformarse rápidamente en David si no entiende los nuevos códigos. Y esos códigos nos exigen pensar muy bien cómo manejamos nuestras relaciones con lo que llamo la “orbita primaria”, donde están clientes, empleados y proveedores. Nuestra interacción con ellos debe basarse en un propósito compartido y debe cuidarse como el oro.
Uber pareció hacerlo muy bien al principio y le sacó un beneficio increíble a los medios sociales, donde se transformó prácticamente en un Robin Hood moderno. Sin embargo, descuidó en su órbita primaria a sus empleados y pagó – por ahora – con la cabeza de su fundador.