No es sólo que el viento te acaricia más, que te susurra al oído secretos que a nosotros no, volviéndose tu cómplice y tu amante, besándote cada vez que se le antoja, impulsando tu risa de hombre libre a todas partes.

O que en días de lluvia el sol se asoma sólo para ti, calentándote sin quemarte, haciendo brillar tu piel cobriza en prueba de que eres suyo.

No, René. Lo que realmente nos molesta es que las cayenas prefieran las caricias de tus pupilas, que el caleidoscopio de sus mil matices se revele a ellas únicamente, mientras bajo otras miradas se fingen tan monótonas y trágicas como flores de cementerio.

No hay en todo Santiago un caballero que conozca mejor que tú la alquimia de la sonrisa. Ni el Monumento, ni los paseos de tarde en tarde en coches de caballos por la Circunvalación, ni aún los erguidos flamboyanes de rojo desafiante que besan a los nimbos con sus ramas más altas, pueden superponerse a esa propuesta de felicidad que embellece tu rostro al segundo menos esperado.

Hace mucho que en este vecindario condenamos al exilio las pequeñas locuras, que embarcamos en un viaje sin retorno incluso al más ligero signo de pasión rebelde

Secretamente, queremos robar la magia de tus 20 años, guardar bajo cerrojo tu energía, por revolucionaria y sofocante, por estridente y seductora, porque no hace juego con el decorado gris de nuestro cotidiano.

Que seas uno con la música nos es insoportable, no asimilamos cómo ni porqué logras fundirte con las blancas y las negras, bañarte de fusas y semifusas, disolverte entre los graves y los agudos. ¿Porqué cantas, René? Dinos, ¿Dónde se esconden tus motivos?

Pero que te des a la gente como si fueses un cántaro inagotable, eso sí que no lo aceptamos. Basta ya de besos, de atenciones, de caricias, de palabras de aliento: a estas alturas, nadie cree en esas patrañas de afectos naturales, de amar porque se está enamorado del amor, de ser feliz como posibilidad única e innegociable de la dignidad.

Hace mucho que en este vecindario condenamos al exilio las pequeñas locuras, que embarcamos en un viaje sin retorno incluso al más ligero signo de pasión rebelde, que despejamos el panorama de cualquier intento de subversión del alma, de ardor en la sangre, de alegrías riesgosamente posibles.

Y tan libre de dudas y sobresaltos es nuestra opción, tan ajena a las lágrimas, tan predecible y tan segura, que te hemos clasificado como anomalía. Lo que pasa, René, es que aún no podemos entender por qué estás vivo.