La sociedad no es estática, cambia, se transforma sistemáticamente. La sociedad siempre es otra, aunque sea la misma. La sociedad dominicana, a pesar de esta dimensión dialéctica acumula el pasado, determina el presente y define el porvenir.
Las transformaciones nunca son espontaneas, son el resultado de la dinámica social en función de los intereses y las contradicciones de clases en una sociedad como la nuestra definidas por el capital. Nuestra historia, en este proceso, tiene que ser analizada en las relaciones centro-periferia impuesta por el Poder, definidas por la metrópolis y el imperialismo, la dependencia y la neocolonización.
Tenemos que comenzar nuestro análisis histórico, no solo con la prehistoria, que realmente es el inicio de la historia, sino con una referencia obligatoria de los centro del Poder vigentes en ese momento universal, en nuestro caso, europeo, occidental.
Durante la Edad Media en la historia Europea, el modelo económico definía una estructura feudal en base a la propiedad de la tierra, el feudo, legitimada por una teología católica-cristiana en una iglesia cómplice comprometida con el Poder y por una élite de la nobleza, en una dimensión excluyente, arbitrariamente dictatorial, en una relación unilateral de amo-esclavo.
El final de las grandes cosechas, terminaba en un paréntesis social de aparente generosidad, que posibilitaba lo insólito de darle temporalmente un espacio de democratización a los siervos, para que en una catarsis colectiva, se expresaran libremente, en manifestaciones festivas que poco a poco se fueron convirtiendo en manifestaciones de libertad, en una caricatura social que “ponía transitoriamente el mundo al revés”, expresadas en la cotidianidad.
Aunque la transitoriedad de las mismas equilibraba las contradicciones sociales, esta permisión se fue convirtiendo en una conquista social. Cuando se agudizo el huracán Constantino a nivel político, la iglesia católica aprovechó para la eliminación de las manifestaciones paganas y “cristianizar” las mas importantes, sobre todo, al implementarse el calendario Juliano-Gregoriano, donde se racionalizaron las festividades, acorde con la visión católica cristiana.
La fiesta de la cosecha sufrió el intento de su eliminación. Fue imposible. Entonces la iglesia pasó a “cristianizarla”. Y determinó que estas se unificaran y pasaran a ser parte de las festividades de la Cuaresma. Donde les permitían a los “católicos-cristianos” participar durante tres días en esta fiesta, concluyendo el Martes Santo, para entrar en abstenciones el Miércoles de Ceniza.
Bautizaron esta festividad como “carnaval”, una palabra italiana que significaba “dejar hacer a la carne”, conocido como el carnaval de carnestolendas. En el fondo redefinieron el contenido de las fiestas de la cosecha y la permisión “de dejar hacer a los católicos-cristianos” lo que quisieran, aunque en el fondo lo que se buscaba era el equilibrio social, ante la rigidez del sistema autoritario y la explotación vigente, por la catarsis social que ofrecía.
En la medida que se agrietaba el sistema social, a nivel popular y de la nueva élite cuestionadora, este carnaval se tornó más subversivo y uno de los caminos de la criticidad que escogió para protestar fue la exaltación sexual, por los altos niveles de hipocresía y corrupción de la élite gobernante, señores feudales, nobleza y clero, donde inclusivo se jugaba con la imagen falsa de la santidad presentando a estos con una aureola como seres extraterrestres, cuando en realidad era una dimensión deformada y deshumanizada de seres humanos comunes.
Durante la colonia, en nuestro medio, el carnaval era una necesidad existencial de las élites, sobre todo, cuando culminaba el auge de la industria azucarera, donde había recursos económicos sin espacios públicos ni valores vigentes de recreación, por el dominio de una hipócrita moral, convirtiéndose esta manifestación cultural en una catarsis social de permisión que prohibía la cotidianidad, obligando, para el equilibrio social, que hubiera carnaval todo el año: Para carnestolendas, la fundación de la ciudad, la celebración de una batalla ganada, la coronación de un Rey en la metrópolis, las festividades de San Juan Bautista o de las Mercedes en la ciudad de Sto. Dgo.
Desde la colonia hasta el 1995, el carnaval en nuestro país no había sido cuestionado por la iglesia-católica, hasta que fue celebrado el Primer Encuentro Pro Rescate de los Valores Patrios, organizado por la Pastoral Juvenil, legitimado por el cardenal de entonces, donde se planteó la separación del carnaval, la cuaresma y las fiestas patrias, propuesta reiterada cada año.
En realidad la iglesia católica no se oponía ni se opone al carnaval como tal, sino a la fecha de su celebración, que debe concluir el Martes de Ceniza ya que el Desfile Nacional de Carnaval, desde el 1983, se ha venido celebrando el primer domingo de marzo y después de esa fecha hay celebraciones de carnavales locales.
Lo más trágico en términos de prejuicios religiosos son las denominaciones cristianas, que se oponen a la celebración en si del carnaval por considerarlo pecaminoso, corrupto, perverso y demoniaco, donde prevalecen las orgías y los desenfrenos sexuales. Su obsesión ha contribuido radicalmente a impedir por años el carnaval de La Romana, por la participación de homosexuales, mujeres vestidas “depravadamente” y por la presencia de personajes que lanzan fuego por la boca, representación del puro demonio. Además impiden que sus creyentes participen del carnaval y los que se convierten y asisten al carnaval o son carnavaleros, tienen que abandonarlo.
El carnaval dominicano, no tiene hoy en día nada que ver con el carnaval medieval europeo. Son prejuicios y elucubraciones ideológicas desfasadas. Entre nosotros es una festividad cultural de identidad, que no entra en contradicciones con la religión católica y/o protestante y menos con la Patria. Todo lo contrario, es la única fiesta colectiva significativa gratis a nivel nacional, donde el pueblo es su protagonista.