Con Astor Piazzolla se reanudan los Video Jazz Session del programa radial Jazzomanía, de Carlos Francisco Elías y Tony Domínguez, este sábado 18 a las 8:00 p.m. en el Centro Cultural de España (en la esquina de las calles Arzobispo Meriño y Arzobispo Portes), institución que, con motivo de los 120 años del nacimiento de Sergei Mijailovich Eisenstein, presentará un ciclo de sus películas, coordinado por Elías, cuyas primeras dos sesiones serán los lunes 20 y 27 de agosto en curso a las 7:00 p.m. (el 20: El Diario de Glumov y La Huelga; el 27: El Acorazado Potemkin), ciclo que continuará en septiembre con otros títulos.
El 2 de octubre próximo se cumplen 90 años del estreno en Santo Domingo de El acorazado Potemkin, en el teatro Capitolio (que estaba en la calle Arzobispo Meriño, frente a la Catedral), con la presentación de una orquesta de quince músicos, bajo la dirección del maestro Esteban Peña Morell, interpretando la partitura del film, escrita en 1926 por Edmund Meisel, y adaptada por el mismo Peña Morell para el estreno de la película en Cuba, un mes antes, y con la participación también de “un coro de ocho voces, actuando como solistas Susano Polanco y Eduardo Brito, que aún usaba su nombre de Eleuterio”, según nos cuenta José Luis Sáez en un capítulo (titulado La tragedia de Odesa. El estreno de ‘Potemkin’ en Santo Domingo) de su libro Historia de un sueño importado. Ensayos sobre el cine en Santo Domingo (Ediciones Siboney, Editora Taller, 1982).
75 años después, el 8 de marzo de 2003, la película fue proyectada, acompañada por música de Dimitri Shostakovich que ejecutó la Orquesta del IV Festival Musical de Santo Domingo, conducida por Philippe Entremont, presentado por la Fundación Sinfonía en la Sala que hoy se llama Carlos Piantini del Teatro Nacional que hoy se llama Eduardo Brito. (En aquel entonces el nombre de la Sala era Eduardo Brito y el Teatro se llamaba simplemente Teatro Nacional).
Recuerdo que la primera vez que vi dicho clásico del cine fue a mediados de la década de los setenta, en una función que organizó Agliberto Meléndez, en Casa de Teatro, con un panel en que participaron casi todos nuestros críticos de cine de aquel entonces. Algunos años después, el mismo Meléndez fue el fundador y primer director de la Cinemateca Nacional (hoy Cinemateca Dominicana), inaugurada en 1979 con una cartelera de clásicos que, naturalmente, incluyó El Acorazado Potemkin. Como el año que viene la Cinemateca cumple su 40 aniversario, me gustaría saber si vamos a poder celebrarlo con su sala grande abierta, pues ya lleva dos años “cerrada por remodelación”.
En otro capítulo del citado libro, titulado El cine y el silencio de Pedro Henríquez Ureña, Sáez se muestra sorprendido de que, al analizar los movimientos culturales y las manifestaciones artísticas del siglo XX en su libro Historia de la cultura en la América Hispánica, nuestro gran humanista “guarda silencio, un extraño silencio, con respecto al cine, que ya había comenzado a verse, e incluso a producirse, en la América de origen español. Pero, el silencio es aún más extraño cuando enumera las actividades culturales en Nueva York, reduciéndose en ese caso al teatro, la música culta y las reuniones literarias”. (página 164).
Se pregunta Sáez: “¿Significa ese silencio un rechazo absoluto del cine, como si se tratase de un intruso mecánico que pretendía la categoría de arte con aquellos dramas fotográficos de los años diez? ¿Significa, quizás, una actitud hermética de mantener las Bellas Artes como única manifestación del espíritu del hombre, y cerrarle así el paso a cualquier otra forma de expresión?… ¿Obedece, quizás, a esa “enajenación hispanista” y a la concepción idealista de la cultura, del cosmos y de la vida de que acusa el Dr. Juan Isidro Jimenes Grullón al erudito Pedro Henríquez Ureña? ¿O se trata simplemente de algo compartido por los intelectuales de la época frente al espectáculo popular?” (página 168).
Sáez dedica un capítulo al trabajo pionero de Francisco Arturo Palau, director de las dos primeras películas dominicanas: Leyenda de Nuestra Señora de la Altagracia (1923) y Las emboscadas de Cupido (1924). Otro capítulo está dedicado a la película que realizó Franklin Domínguez con Camilo Carrau, tras ser decapitada la tiranía trujillista, La Silla (1962), sobre la cual Sáez cita la siguiente opinión, emitida por Arturo Rodríguez Fernández en 1979: “Sorprende lo bien elaborada que está esta película, al lado de otras producciones criollas. Buena fotografía, buena iluminación y buen uso del lenguaje cinematográfico… Creemos que La Silla nunca hará quedar mal a la historia del cine dominicano y que hoy sirve de recordatorio de una época maldita a muchos, y como advertencia a las nuevas generaciones” (página 111).