§ 12. El problema del destinista es que no se responsabiliza de sus actos. El destino es el responsable de ellos. Por eso Balaguer nunca se arrepintió de los asesinatos y la violación a los derechos humanos. A quienes fueron asesinados en los doce años de su gobierno, su muerte estaba marcada por el destino. Les tocaba ese día. Este es el cinismo llevado al extremo y Balaguer, que creía en la dualidad cuerpo/alma, estaba obligado, explícitamente, a creer en la dualidad fondo/forma y en la dualidad significante/significado, razón por la que fue siempre un prominente miembro del partido del signo. Al igual que cada fraude electoral que cometía, lo convertía en el resultado de “la libérrima voluntad del pueblo en las urnas”, porque creyente en el destino, el hado o el azar, que todo da lo mismo, él confesaba que «la vida nos enseña (…) que nos movemos en el mundo como simples títeres de poderes enigmáticos de influencias que nos son desconocidas. Todos sabemos por propia experiencia que nuestros éxitos y nuestros fracasos son en gran parte hijos del azar. Hemos sido testigos infinidad de veces, de personas bien dotadas que luchan con inteligencia y con denuedo por un objetivo que no alcanzan jamás, y de otras, sin las más mínimas aptitudes, que logran lo que se proponen sin ningún esfuerzo.» (Memorias de un cortesano en la era de Trujillo, p. 392).
§ 13. El destinista o creyente en el hado, sino o azar es un teísta consumado y las dudas de Balaguer en la inmortalidad del alma son argucias de profesor orientadas a captar la simpatía política de los escépticos, que casi siempre son elucubradores intelectuales. A los destinistas no les interesa otra opinión que su creencia, es decir, la que afirma, al contrario, que el destino no existe, sino que nuestros actos son el fruto de nuestra programación emocional. Al creyente en la razón de Estado y su pragmática del poder justificadora del asesinato y la violación a los derechos humanos, le es más fácil achacarle esos hechos al destino que asumirlos como responsabilidad suya, porque él gobierna por mandato de Dios y solo ante Dios es responsable de sus actos. Como practicante de esta política, Balaguer es discípulo de Fouché y ambos poseen cierto paralelismo: sobrevivieron a quienes iniciaron y terminaron al cataclismo de la Revolución francesa y la dictadura de Trujillo.
§ 14. No extraña, entonces, que en un destinista como Balaguer concurran los mismos atributos, en pequeña escala, que los de estos tipos de hombres de Estado descritos en este libro, que, sino sacerdotes, fueron profundos católicos, cínicos y oportunistas aferrados al poder hasta el último día de su vida, según lo evidencia Zweig: «Quizá no sea casualidad que los tres grandes diplomáticos de la revolución francesa; Talleyrand, Sièyes y Fouché, salieran de la escuela de la Iglesia maestros en el arte humano mucho antes de pisar la tribuna. El mismo lastre religioso pone un sello especial a sus caracteres (sic) –por lo demás contradictorios–, dándoles en los minutos decisivos cierto parecido. A eso reúne Fouché una autodisciplina férrea, casi espartana, una resistencia interior extraordinaria contra el lujo, la fastuosidad y el arte sutil de saber ocultar la vida privada y el sentimiento personal.» (Zweig, ob. citada, p. 15).
En vida, nadie cuidó más que Balaguer su resistencia a “lujo, la fastuosidad y el arte de saber ocultar la vida privada y el sentimiento personal”. La casa en donde vivió hasta su muerte, se la regaló Trujillo, con el pretexto de que no se veía correcto, para la propaganda del régimen, que un ministro suyo viviera en un hotel de segunda categoría; en cuanto al lujo, el mismo Balaguer confesó muchas veces que nunca le interesó atesorar riquezas y que vivía pobremente, como se vio luego que murió en una cama colombina, según Andrés L. Mateo, pese a que con su aprobación, permitió la corrupción a más de 300 millonarios y argumentó que la corrupción se detenía en la puerta de su despacho, lo que no le exonera de responsabilidad, pero para un hombre con una pasión de mandar más grande que la del conde-duque de Olivares, él no era responsable de sus actos, sino el destino.
Tan temeroso del juicio de la historia, Balaguer se consideraba un hombre grande que no necesitaba mausoleo ni túmulo (estos debían reservarse para las vidas pequeña), sino que le bastaba con “un nombre y una piedra”, según copiaba una frase de Chateaubriand (Memorias de un cortesano, p. 399). Pero Balaguer es todavía, junto a sus 22 años de gobierno y sus 30 al lado de la dictadura totalitaria de Trujillo, materia de la historia inmediata, según el dictamen de Américo Lugo. Y los historiadores del presente que comienzan a juzgarle creen tanto o más que él en el destino, en la ley de serie, en el hado o en el sino, o sea en la intromisión de Dios o el azar en los actos de los hombres y en los fenómenos de la naturaleza. Desdeñosos de la cultura, la literatura, el lenguaje y el poema, para este tipo de historiador la grandeza se mide a partir de las obras materiales y no a partir de las grandes realizaciones espirituales o humanísticas unidas inseparablemente a las grandes realizaciones materiales, por ejemplo, el siglo de Pericles.
Si no fuera por su creencia en este objeto ideal que es el destino, Balaguer casi acierta con la historicidad de su concepción histórica al afirmar que en la historia solo existen luchas entre hombres que pugnan por alcanzar sus intereses, pero en estas luchas unos, favorecidos por el destino o la suerte, terminan fácilmente por triunfar, mientras que otros, con más aptitudes, se hunden en el fracaso. Esta es lo que se llama concepción teológica de la historia, inscrita ya en la Biblia.
Sin embargo, no es el destino, que no es sujeto, sino una mejor estrategia y mejores tácticas las que definen el éxito en esas luchas sociales descarnadas, tal como lo expresa Chaim Perelman: «La concepción más cercana del sentido común es la que presenta los acontecimientos del pasado en función de las iniciativas de los hombres, los hechos de la historia. Es esta concepción la que encontrarnos en ‘La guerra del Peloponeso’, de Tucídides, donde él enuncia, en los discursos atribuidos a los personajes que presenta, sus proyectos y la manera en que se proponen realizarlos. El sentido de los acontecimientos está indicado por el triunfo o el fracaso de esos personajes, opuestos a otros personajes que se les enfrentan a sus propósitos (…) En esta perspectiva, no se trata de ningún modo del ‘sentido de la historia’, porque son personajes múltiples que otorgan un sentido a su acción, que procuran realizar proyectos que triunfan o fracasan total o parcialmente. Nada indica que, a esos proyectos, individuales o colectivos, corresponde un sentido único, una síntesis que sea deseada por alguien y que indique el sentido de la historia. A esta concepción la llamo “retórica”, porque corresponde no solamente a intenciones humanas, sino a discursos reales o imaginarios que la expresan, y ella se opone a una concepción teológica, que uno encuentra en acción en la Biblia y los Profetas, pero que ha sido desarrollada sobre todo en la visión cristiana de la historia, desde san Agustín hasta Bosuet.» (“Sens et catégories en histoire”, in ‘Les catégories en histoire’. Bruselas: Instituto de Sociologie de l’Université de Bruxelles, 1968, p. 135).
Esta concepción agustiniana de la historia es la que analiza los hechos de los sujetos como teleología, donde el sentido de la historia está expresado por los vocablos atraso, progreso, ocaso, decadencia o declinación, destino, azar, hado, sino, suerte, o sea, por la intervención de un ser superior en los discursos acerca de la historia y la naturaleza. (Continuará).