Instalados profundamente en la era global, vivimos en un mundo de imágenes sobreabundantes. La cultura está superpoblada de ellas.  Las imágenes nos rodean, nos invaden, nos sofocan. Se suceden y consumen una tras otra ante nuestra mirada curiosa. Nos provocan y estimulan a tal punto que llegamos a confundir la realidad misma con su representación visual. Las percibimos con una actitud bastante pasiva, las aceptamos sin más, como si formaran parte de un orden natural del mundo. Las comentamos y a veces las discutimos con pasión, pero rara vez las leemos. Ellas están ahí y esperan por nosotros. Esperan ser leídas, descifradas, descodificadas.

La visión (del latín visio, visionis, acto de ver) era el sentido más importante para los pueblos indoeuropeos. Toda la literatura indoeuropea, incluida la griega, se caracteriza por las grandes visiones cósmicas. Esta tendencia a la visión se manifiesta en la creación de imágenes y esculturas de sus dioses y en la representación de sus mitos. Para Platón, la imagen (del latín imago, y a su vez del griego eidolon, ídolo) es representación, falsa imitación. Las obras de arte son imitativas: son imágenes, apariencias engañosas, incapaces de conocer la verdadera esencia de las cosas.

Profundamente arraigada en la cultura occidental, la tradición artística cristiana parece más ligada a lo pictórico que a lo verbal.  Piénsese, por ejemplo, en la Vida y Pasión de Cristo, quizá el relato más representado en toda la historia del arte. El arte cristiano liga la imagen, aún más que la palabra, a la verdad. Si bien el mensaje evangélico (la “Palabra de Dios”) es un mensaje hablado y escuchado, más que visto y contemplado, el arte cristiano medieval resalta lo visual y lo icónico con independencia del relato bíblico. Hay toda una iconografía vinculada a la Pasión y Crucifixión de Cristo, en donde lo figurativo o representativo “relata” la verdad revelada. La iconografía y la iconología cristianas son propias de una estética de la representación.

La estética, que se ocupa de estudiar todo el campo de la percepción sensible, se limitó en el pasado clásico al dominio de las bellas artes en sentido estricto. Es preciso extender hoy este dominio al estudio de la llamada cultura visual o audiovisual en sentido amplio. Por cultura visual entiendo toda la producción sensible de nuestra época que involucra la mirada del espectador y su relación con el objeto mirado. Ella abarca el extenso campo de la producción y la comunicación visual: las artes visuales (las bellas artes y el arte popular), la publicidad y la moda, el diseño publicitario, el diseño gráfico computarizado (la imagen electrónica), la fotografía, el afiche, la caricatura, las películas, los videos, el arte de medios o arte multimedia, la instalación y la videoinstalación, el videoarte, el ecoarte, los espectáculos audiovisuales, las pantallas gigantes, las vallas publicitarias, y hasta los diseños de viviendas y los parques de recreos o atracciones. El campo de las culturas visuales es inmenso: amplio y diverso.

Las modernas culturas visuales se caracterizan por el predominio de la imagen sobre la palabra y sólo se comprenden en el contexto de una historia de las imágenes. La cultura de la imagen parece haber sustituido a la cultura escrita como transmisora del saber. Pensemos en la cultura visual hispanoamericana. Allí entra todo, o casi todo: las historias prehispánicas, las creencias y tradiciones populares, la visión de ultramundo, lo cotidiano y lo fantástico, el mestizaje, la vida social, los conflictos de época, incluso –caso del muralismo mexicano- la denuncia política de la opresión y la injusticia seculares. Pensemos en la cultura visual caribeña y dominicana. Pensemos en el arte público, el arte urbano y callejero, el arte mural, los murales y grafitis de Santo Domingo. Son expresiones espontáneas de la imaginación y la creatividad artísticas. Género o modalidad en auge, corre casi a la par de la llamada música urbana, aunque sin su contagio, ni sus estridencias, ni su popularidad. En el arte urbano entran muchas cosas: la imaginería de la gente, historias personales, lo popular, la vida social, la inmediatez, la crítica social. La imagen parecer ser omnipresente, como Dios.

Vivimos, pues, en la era de la imagen del mundo, como le llamaría Heidegger, en un mundo sobrepoblado de imágenes. Esta era de la imagen, que coincide con la era digital, se consolida a partir de diversos momentos. El ensayista español José Luis Brea distingue varias eras de la imagen, cada una de las cuales se caracteriza por un tipo distinto de imagen: 1) la imagen material; 2) la imagen fílmica o cinematográfica; 3) la imagen electrónica o virtual. En  mi  opinión, no se trata de tres eras de la imagen, sino de tres momentos de una sola y única era. El último de estos momentos, el de la imagen electrónica o virtual, que vivimos hoy de manera tan intensa, se caracteriza por su virtualidad. Hay una relación singular entre orden visual y orden virtual, pues toda virtualidad se presenta hoy en gran medida como visualidad y viceversa.

La cultura visual se ha convertido, por derecho propio, en uno de los nuevos ámbitos del pensamiento estético y la educación artística. Las diversas disciplinas humanísticas vinculadas a la teoría de las artes visuales nos ayudan hoy a aprender a leer e interpretar las imágenes de nuestro tiempo. Toda estética y toda poética de las culturas visuales, basadas en imágenes artísticas y culturales, debe poner énfasis tanto en su registro y documentación como en su   interpretación y crítica. Así como se habla hoy de “texto” para referirse a las obras de arte, literarias y visuales, también se debería hablar de lectura –y no sólo de visión- de la imagen visual, de leer un cuadro como si fuera un texto, esto es, un tejido de relaciones. Para escándalo de los puristas del arte, un cuadro se considera hoy un “texto visual”.

Las imágenes son, en esencia, una manera de ver y comprender la realidad. Proporcionan una información del mundo, reproducen eventos, traducen situaciones y hechos. No sólo un cuadro o una escultura: toda imagen visual, estática o en movimiento, debe ser considerada como si fuera un texto. Toda imagen constituye una forma compositiva y se lee como un conjunto temático y formal. Una imagen es un mundo: un texto visual.

La lectura crítica de las imágenes no deja de plantearnos preguntas por responder. ¿Qué significa una imagen? ¿Tiene algún significado? ¿Es espontánea o intencional? ¿Qué y quién se esconde detrás de una imagen? Y nuestra mirada, ¿qué dice? ¿Y cómo es: casual o intencional? ¿Cómo pensar la imagen y cómo pensar la mirada? ¿Y cuál es la relación entre la imagen y la mirada? Toda imagen, estática o en movimiento, supone siempre un sujeto que mira y observa: el espectador. ¿Ese espectador estructura con su mirada el objeto mirado? ¿La mirada es ya de por sí dirigida y estructurada? ¿Qué es lo que miramos cuando miramos? ¿Cómo leer las infinitas imágenes de este mundo caótico, fragmentado y convulso en que vivimos? ¿De qué nos hablan todas esas imágenes? ¿Cuál es nuestra relación con ellas como espectadores “posmodernos”? ¿Cómo modifican nuestra visión del mundo? ¿Y qué significan para nuestras vidas?