El debate en torno a la injusta y excluyente sentencia 168-13 del Tribunal Constitucional (TC) se ha deslizado en medio de confusiones y errores, cuyos beneficios políticos los ha concentrado la derecha neo-nacionalista con su retórica autoritaria e intransigente. En esta ocasión me detengo en un punto de esa retórica autoritaria. Me refiero a la confusión reinante en el debate entre “regularización” y “regulación” migratorias. Lo primero se refiere a un esfuerzo transitorio por ordenar la situación de facto de miles de inmigrantes que viven en el país en condiciones irregulares, pero lo segundo es lo que asegura que el control y el ordenamiento migratorio se cumplan, permitiendo simplemente que el sistema funcione bien. Esto es: la regularización es un esfuerzo contingente y perecedero que se hace necesario ante el hecho de la generalizada irregularidad migratoria de facto que hay en el país; lo segundo, sin embargo, es la condición necesaria y permanente que asegura el control regular y ordenado del sistema migratorio.
Sin embargo, cuando muchos “técnicos” e “intelectuales” ultra conservadores hablan de estos asuntos todo parece indicar que identifican ambos aspectos, dando la impresión consecuente de que en el país no hay instrumento alguno para establecer control e imponer orden en la dinámica migratoria y que con la regularización por fin llegará el orden.
Pero esa visión conlleva a errores groseros con serias consecuencias políticas. Veamos. Por lo pronto, en el 1990 el Presidente Balaguer pidió a la OIM la preparación de un proyecto de nueva ley de migración, que fue el primer intento serio de reforma institucional en materia migratoria. Todos sabemos que ese texto era muy restrictivo y estaba cargado de problemas, cierto es. Aún así, fue el primer intento sistemático de producir una ley de alcance general que cubriera el campo de lo propiamente inmigratorio como de lo emigratorio. En esa propuesta no figuraba la idea de un programa transitorio de regularización migratoria.
Entre 1996 y el 2000 los gobiernos de Leonel Fernández produjeron dos propuestas de nueva ley de migración. Ambos textos mejoraron algunos aspectos del proyecto de 1990, pero continuaron dándole un giro excluyente al nuevo proyecto. En los dos textos que en ese período se produjeron tampoco figuraba un plan de regularización migratorio.
Fue en la propuesta de Hugo Tolentino del 2001, a la sazón Canciller de la República, que por primera vez se introdujo la figura de la regularización migratoria como medida transitoria para facilitar el buen desempeño de la ley de migración. En la propuesta que finalmente se aprobó en el 2004 sobrevivió el plan transitorio de regularización que la Propuesta Tolentino había planteado.
No fueron, pues, los proyectos impulsados por Balaguer y Fernández y sus aliados sempiternos, los neo-nacionalistas, los que introdujeron la figura de la “regularización migratoria”. Fueron las fuerzas perredeístas en el poder las que, finalmente, no sólo aprobaron una nueva ley de migración, con todo y sus inconvenientes violatorios de precepto constitucionales, sino que introdujeron la figura de la “regularización” como un proceso necesario del buen cumplimiento de la nueva ley.
Hubo de transcurrir casi una década para que tres administraciones peledeístas, dos de Leonel Fernández y la tercera de Medina, se dieran cuenta de cuan significativo era el asunto de la regularización. Pero en este tortuoso proceso dichos actores se olvidaron de algunos hechos que merecen recordarse. A los dos últimos gobiernos de Fernández les tomó siete años aprobar el reglamento de la ley de migración y sólo la administración de Medina, un poco forzada por la crisis que desató la sentencia 168-13 del TC, dio paso al decreto que ordenaba la regularización migratoria, cometiendo el error de confundir con en el decreto la regularización migratoria con el señalamiento indicativo de un plan de naturalización de extranjeros que en rigor le es ajeno.
Vale decir, durante casi una década las fuerzas políticas en el poder no procedieron a poner en práctica los propios mandatos que la ley de migración establecía. No deben culpar ahora a nadie de esos incumplimientos y los problemas que esto ha suscitado, entre otros la propia Sentencia 168-13. Fueron las propias autoridades las responsables del incumplimiento precisamente de la ley y en esto cabe a Leonel Fernández la principal responsabilidad. Entre los mandatos de la ley de migración estaba no sólo el de la reglamentación que demandaba la ley, sino también el mandato transitorio del proceso de regularización.
Por eso, en rigor, cuando la FNP y sus voceros indican que la regularización constituye la piedra filosofal del ordenamiento migratorio, ocultan de hecho el problema central: la incapacidad estatal de cumplir su propia normativa, la cual se expresa no en el plan de regularización sino en la ley de migración que lo establece como disposición de carácter transicional.
Si se asume correctamente el asunto, el plan de regularización migratoria que figura en la ley 285-04 es simplemente un recurso introducido para facilitar el cumplimiento de la ley de migración, al establecer un proceso inicial de ordenamiento de los extranjeros que residen en el país en condiciones irregulares. Y esto la ley lo dispone en el reconocimiento de que en el país hay una generalizada situación de irregularidad migratoria que, de no atacarse facilitándole a los irregulares la normalización y legalización de su estatus a través de un procedimiento especial que ponga fin a su condición irregular en el país, sería imposible cumplir lo que dispone la propia ley. Pero esto último (asegurar el orden, el control y la institucionalidad migratoria), lo establece la ley no el plan regularizador.
Cuando se dice, entonces, que el plan de regularización es la solución de todos nuestros problemas en materia migratoria, se cometen errores con una media verdad, pues se pierde de vista que lo que finalmente asegura un eficaz ordenamiento migratorio es el mero cumplimiento de la ley, de lo cual el plan regularizador es en esencia un mandato subordinado.
Los neo nacionalistas quieren darle a la regularización un rol de panacea, con lo cual desfiguran los hechos, pues en rigor si no se cumple con la ley, si no se asegura una política migratoria eficaz en el control de la migración, cualquier plan regularizador del estatus irregular de inmigrantes está condenado al fracaso.
La prueba de esta inconsistencia es la propia sentencia del TC. Hubo que esperarse a que transcurriera casi una década (2004-2013) para que del sistema de justicia emanara una decisión que obligara al Poder Ejecutivo a cumplir simplemente un mandato transitorio (la regularización) que en el texto de la ley 285-04 otorgaba 90 días al Consejo Nacional de Migración para preparar y entregar al Poder Ejecutivo el plan de regularización.
Si esto se hubiera hecho como mandaba la ley nos hubiéramos evitado la infausta decisión del TC. Y aún así el Estado dominicano lo hizo mal: confundió el tema de la regularización migratoria con la necesidad de ordenamiento, control y regulación de los inmigrantes y metió en el mismo saco del fenómeno inmigratorio el tema de los derechos de nacionalidad de los descendientes de inmigrantes irregulares, lo que terminó generando una flagrante violación de derechos fundamentales, entre otros el de nacionalidad, a miles de personas nacidas en el país descendientes de padres que han vivido por décadas en condiciones irregulares.
Creerse, pues, que al hacer todo esto se resuelven los problemas de la inmigración en el país no es sólo un delirio, un atropello, sino también un acto torpe que revela la ignorancia de las complejidades del problema que representa la simple incapacidad estatal de controlar la inmigración, comenzando por su vocación de incumplimiento de su propia normativa jurídica, entre otras el propio plan transitorio de regularización migratoria.