PETE SEEGER tocó mi vida una sola vez. Pero ¡vaya toque!
Fue unos días antes de la Guerra de los Seis Días de 1967. Después de casi tres semanas de creciente tensión, la fiebre de la guerra estaba llegando al punto de ruptura. Yo sabía que la guerra estaba solo a unos días, quizás horas, de distancia.
Dina Dinur, la esposa del escritor del Holocausto, K. Zetnik, llamó para invitarme a conocer a Pete Seeger. Dina, una mujer enorme, durante años había reunido a un pequeño grupo de intelectuales judíos y árabes que iban regularmente a su casa para hablar de la paz.
La reunión tuvo lugar en Hotel Hilton de Tel Aviv. Fue triste, deprimente, pero también edificante de una manera extraña. Estábamos pensando en todos los jóvenes, los nuestros y los suyos, todavía vivos y respirando, que iban a morir en los próximos días.
Éramos un grupo de dos o tres docenas de personas, judíos y árabes. Pete cantó para nosotros, acompañándose con la guitarra, canciones sobre la paz, la humanidad, la rebelión. Todos estábamos profundamente conmovidos.
Nunca puse de nuevo Pete Seeger. Pero 19 años más tarde, de repente, recibí una postal suya. Decía en una letra a mano clara: "Estimado Uri Avnery ‒ Sólo una nota de profundo agradecimiento para ustedes porque siguen tratando de, llegar y actuar. Espero que la próxima vez que estés en EE.UU. mi familia y yo podamos escucharte. Pete Seeger”. Luego, tres caracteres chinos y un boceto de lo que parece ser un banjo.
DOS DÍAS antes de morir Pete, enterramos a Shulamit Aloni. Tal vez algunos de los que tomaron parte en aquel triste encuentro también estuvieron presentes en esta ocasión.
Shula, como la llamábamos, fue uno de los pocos líderes de la izquierda israelí que dejó una huela duradera en la sociedad israelí.
Aunque ella era cinco años más joven que yo, pertenecíamos a la misma generación, la que luchó en la guerra de 1948. Nuestras vidas corrían en líneas paralelas, líneas que, como aprendimos en la escuela, pueden estar muy cercanas, pero nunca se tocan.
Fuimos elegidos ambos al Knéset al mismo tiempo. Antes de eso, estábamos activos en el mismo campo. Yo era el director de una revista prominente, entre otras cosas, en la lucha por los derechos humanos. Ella era maestra y abogada, ya famosa por defender los derechos de los ciudadanos en la prensa y en la radio.
Parece fácil, pero en aquellos momentos era algo revolucionario. El Israel post 1948 era todavía un país donde el Estado lo era todo, los ciudadanos estaban solo para servir al Estado, y sobre todo, al ejército. El colectivo era todo, el individuo casi nada.
Shula estaba predicando lo contrario: el Estado estaba allí para servir a sus ciudadanos. Los ciudadanos tienen derechos que no les pueden ser quitados ni disminuidos. Esto se ha convertido en parte del consenso israelí.
SIN EMBARGO, había una gran diferencia entre nuestras situaciones. Shula vino desde el corazón del sistema, que me odiaba profundamente. Ella nació en una parte pobre de Tel Aviv, y cuando sus dos padres se alistaron en el ejército británico durante la Segunda Guerra Mundial, ella fue enviada a la aldea juvenil Ben Shemen, un centro de adoctrinamiento sionista. Uno de sus compañeros de escuela era Simón Peres. Al mismo tiempo, yo era miembro del Irgún, en marcada oposición con los dirigentes sionistas.
Después de Ben Shemen, Shula se incorporó al Kibbutz Alonim ‒de ahí su nombre adoptado de la familia‒ donde conoció y se casó con Reuven, quien llegó destacarse como un alto funcionario del gobierno a cargo de la judaización de Galilea.
Además de escribir artículos y hacer frente a las quejas de los ciudadanos en la radio, ella realizó ceremonias de boda ilegales. En Israel, las bodas son competencia exclusiva del Rabinato, que no reconoce la igualdad de las mujeres.
En la Knéset fue miembro del gobernante Partido Laborista (entonces llamado Mapai) y sujeto a la estricta disciplina de partido. Yo era una facción de un solo hombre, libre para hacer lo que me pareciera. Así que yo podía hacer muchas cosas que ella no podía, como presentar proyectos de ley para permitir la legalización de abortos, para permitir la extracción de órganos para trasplante, dejar sin efecto la antigua ley británica contra las relaciones homosexuales consentidas entre adultos, y así por el estilo.
También exigí una separación total entre el Estado y la religión. A Shula se le conocía por sus ataques a la coerción religiosa relativas a los derechos civiles. Por lo tanto, me tomo totalmente por sorpresa cuando en una de nuestras primeras conversaciones ella se opuso enérgicamente a esa separación. “Yo soy una sionista”, dijo. “Lo único que une a todos los judíos en todo el mundo es la religión judía. Por eso no puede haber separación entre el Estado y la religión judía en Israel”.
A partir de ahí, su perspectiva año tras año. En mi parecer, ella siguió la lógica ineludible de la izquierda.
De su concentración original de los derechos de los ciudadanos, se desplazó a los derechos humanos en general. De ahí, a la separación del Estado y la sinagoga. De ahí, al feminismo. De ahí, a la justicia social. Y, al final, a la paz y la lucha contra la ocupación. Pero siempre se mantuvo siendo sionista.
No fue este un camino fácil. A principios de 1974, cuando fue elegida miembro del Knéset de nuevo, esta vez como el líder de un pequeño partido, mientras que yo perdí mi asiento, la llevé en mi coche a una reunión en Haifa. En el camino, que duró una hora, le dije a ella que ahora, como jefa de un partido, debía mantenerse activa en la lucha por la paz. “Vamos a dividirnos la tarea entre nosotros”, me respondió. “Usted se ocupa de la paz y yo de los derechos civiles”.
Pero veinte años después, Shula ya era una voz líder en favor de la paz, de un estado palestino, contraria a la ocupación.
TUVIMOS OTRA cosa en común. Golda Meir nos odiaba.
Shula podía pasar por alto la línea del partido, siempre que el benevolente Levy Eshkol fuera primer ministro. Cuando él murió repentinamente y el cetro pasó a Golda, las reglas cambiaron abruptamente.
Golda tenía una personalidad dominante, y, como David Ben-Gurión dijo una vez sobre ella, lo único que se le daba bien era odiar. Shula, una mujer joven y apuesta, con ideas poco ortodoxas, despertó su ira. En 1969, sacó a Shula de la lista del partido. En 1973, cuando Shula lo intentó de nuevo, Golda mostró toda la fuerza de su desprecio: en el último minuto volvió a eliminar a Shula.
Era demasiado tarde para que Shula pasara por el largo proceso de creación de una nueva lista del partido. Pero ocurrió un milagro. Un grupo de feministas había preparado una lista de su gente, con todos los requisitos necesarios ya completados, pero sin la posibilidad de pasar el umbral mínimo. Fue una combinación ideal: un líder sin lista para una lista sin un líder.
Durante las últimas horas del tiempo asignado para la presentación de las listas, vi a Shula batallando con una enorme pila de papeles, tratando de poner orden en los cientos de firmas. La ayudé a hacer el trabajo.
Así, nació el nuevo partido, que ahora se llama Meretz, y que ganó tres asientos en su primer intento.
SU MOMENTO de gloria llegó en 1992. El partido Meretz ganó 250,667 votos y se convirtió en una fuerza política. El nuevo primer ministro, Yitzhak Rabin, necesitaba a Shula para su nuevo gobierno. Shula se convirtió en ministra de Educación, un trabajo que ella codiciaba.
El problema era que los 44 escaños del Partido Laborista y los 12 escaños de Meretz no eran suficientes. Rabin necesitaba un partido religioso para formar un gobierno.
La transición de luchador de la oposición a ministro del gabinete no siempre es fácil. Fue especialmente difícil para Shula, quien era más una predicadora que una política. Política ‒como comentara Bismarck‒ es el arte de lo posible, y el compromiso le resultó difícil a Shula.
Sin embargo, desde el principio, cuando Rabin decidió expulsar a 415 ciudadanos radicales islámicos del país, Shula votó a favor. Durante la protesta contra este atropello, mis amigos y yo fundamos Gush Shalom. Más tarde, Shula admitió que su apoyo a la expulsión fue un “eclipse de sol”.
Pero el problema principal estaba por venir. Shula nunca creyó en ocultar sus opiniones; era absolutamente sincera. Quizá demasiado honesta.
Como Ministro de Educación dispensaba sus opiniones libremente. Demasiado libremente. Cada vez que ella decía lo que pensaba acerca de algún capítulo de la Biblia u otro texto, los socios de la coalición religiosa explotaban.
El clímax llegó cuando anunció que en todas las escuelas, las teorías de Charles Darwin reemplazarían a la historia bíblica de la creación. Eso fue demasiado. Los religiosos exigieron que Rabin sacara a Shula del Ministerio de Educación. Rabin estaba ocupado con el proceso de paz de Oslo y necesitaba a los partidos religiosos. Shula fue destituida del ministerio.
En su funeral, una de sus dos hijos, en un elogio brillante dejó entrever la “traición” que fue el momento más difícil de su vida. Todos los presentes entendieron lo que quería decir, aunque él no dio más detalles.
Cuando Rabin sustituyó a Shula de su amado trabajo como ministra de Educación, sus compañeros de partido no acudieron en su ayuda. Entre ellos la acusaron de actuar ingenuamente. Ella debía haber sabido que unirse a una coalición con los partidos religiosos tendría un costo. Si ella no estaba lista para cerrar la boca, en primer lugar, ella no debería haber aceptado el cargo.
Meretz fue la creación de Shula. Los fundadores de partidos son, en general, personalidades fuertes con las que no es fácil cooperar. Compañeros del partido de Shula conspiraron en su contra, y con el tiempo, ella fue reemplazada como líder del partido por Yossi Sarid, un político de lengua afilada del Partido Laborista que se había unido recientemente al Meretz. En las elecciones siguientes, Meretz se estrelló, de 12 escaños a 3.
Durante los últimos años, ella era rara vez estuvo ante el ojo público. Yo nunca la vi en manifestaciones en los territorios ocupados, pero ella daba conferencias incesantemente, a cualquier persona, en cualquier lugar, cuando la invitaban.
EN UNO de sus frecuentes arrebatos de vulgaridad, el rabino Ovadia Yosef, del partido Shas, dijo: “Cuando Shulamit Aloni muera, habrá una fiesta!”.
No hubo fiesta esta semana. Incluso, la Derecha reconoce su contribución a Israel. Al partido Meretz, ahora con seis miembros en el Knéset, le está yendo bien en las encuestas.
El sexto capítulo del “Cantar de los Cantares” termina con la llamada: “¡Vuelve, vuelve. Oh Sulamit, regresa, regresa!”. No hay posibilidad de que eso ocurra. Tampoco hay muchas posibilidades de otra Shulamit Aloni. Ya no los hacen así…