El imperio español instaló el Cabildo tan pronto fijó, a sangre y fuego, su asiento en América. Desde entonces ha sido una de nuestras instituciones más importantes.
Preservado después de la independencia como uno de los más provechosos legados coloniales, el Padre de la Patria, Juan Pablo Duarte, lo situó en su Proyecto de Constitución como el primero de los poderes del Estado. A pesar de ello, en la Constitución Fundacional de 1844, en lo relativo al Poder Municipal, el ideal de Duarte no fue plasmado. No obstante, se dispuso, en el artículo 159, la preservación de los ayuntamientos existentes hasta el año 1821 y la creación de otros, por ley, en las demás comunes que resultare conveniente.
Sin embargo, es justo reconocer que los constituyentes originales petrificaron el espíritu democrático del ayuntamiento. En ese sentido, los regidores, quienes a su vez, seleccionaban al Alcalde, se elegían en Asambleas Primarias, que se reunían el primer lunes de noviembre de cada año.
Ahora todo ha cambiado, el alcalde ha pasado a ser, en esta democracia de partido, un monarca municipal y el regidor su súbdito. Así degradó la Ley 176-07, del Distrito Nacional y los Municipios, la cual debe ser modificada, al cargo que, alguna vez, fue considerado como el más honroso de la administración pública.
Impulsados por el sentimiento de eternización en los cargos públicos, que experimentan muchos funcionarios desde el inicio de sus gestiones, los alcaldes más poderosos, hicieron de la referida Ley Municipal un traje a su medida, llegando al extremo de hacer excluir de ella, por razones particulares, la obligación, ineludible, del alcalde y del regidor de residir en la ciudad que representan.
El concejo municipal ha quedado disminuido, estrictamente, a un rol normativo y de fiscalización limitado. Contrario a lo que establecía la normativa anterior, en la Ley 176-07, que bien debería llamarse la Ley del Alcalde, debido a que al mismo, además de las múltiples y trascendentales atribuciones que le consagra el artículo 60, le suma las asignadas al municipio que no son atribuidas, expresamente, al consejo municipal. De esta manera les fueron transferidas, plenamente, al alcalde atribuciones del Concejo Municipal, tan importantes, como las relativas al ordenamiento de territorio, planeamiento urbano y uso de suelo.
Como si todo esto fuera poco, también se pretende eliminar, por completo, el peso y contrapeso natural del ayuntamiento, así como la función de fiscalizador de la administración que corresponde al Concejo Municipal.
El Rey Sol, el Alcalde del municipio, necesita tener su propio presidente en el órgano que está llamado a fiscalizarlo. Por ello, con un discurso aterrorizador, bajo la peregrina predicción de que el 16 de agosto, fecha en que serán elegidos los bufetes directivos de los cabildos, se podría repetir un hecho aislado de violencia similar al ocurrido en el 2005 en el ayuntamiento de Piedra Blanca, se pretende que, de manera antidemocrática, los concejos de regidores elijan, automáticamente, un presidente, en cada caso, del partido del Alcalde, sin importar que tenga o no mayoría en la Sala Capitular.
Como respuesta a estas indignas pretensiones, los regidores, guiados por el principio fundamental de legalidad, que es la regla de oro del Poder público, deben escoger democráticamente a los directivos de las salas capitulares, al margen del interés particular de los alcaldes.