“La mente es como un paracaídas… Solo funciona si la tenemos abierta.”

Satisfechas sus necesidades materiales y emocionales básicas, entre todos los maravillosos presentes posibles deseamos para nuestras nietas el don de la eterna curiosidad, designada retóricamente por el ganador del Premio Nobel de Literatura en 1921, Anatole France,  como “quizás la mayor virtud del ser humano”.**

La curiosidad no siempre fue considerada deseable como atributo del buen cristiano. No es una virtud cardinal y tampoco figura entre los siete dones del Espíritu Santo. Al contrario, durante siglos la curiosidad fue sospechosa de ser fuente del mal. Para el Doctor de la Iglesia y autor de Confesiones y La ciudad de Dios, Agustín de Hipona, la curiosidad es una de las tres principales tentaciones, compañera de la soberbia y de la concupiscencia de la carne, pero aún más peligrosa:

A todas éstas es preciso añadir otra especie de tentación, que es mucho más peligrosa. Además de aquella concupiscencia de la carne, que tiene por objeto el regalo de los sentidos y deleites, sirviendo y obedeciendo a la cual perecen los que se alejan de Vos, hay en el alma otra especie de concupiscencia vana y curiosa, disfrazada con el nombre de conocimiento y ciencia, que se vale y se sirve de los mismos sentidos corporales, no para que ellos perciban sus respectivos deleites, sino para que por medio de ellos consiga satisfacer su curiosidad y la pasión de saber siempre más y más. 

Y para dejar claro que no se refiere solo a una acepción de curiosidad que todos consideramos vana y perniciosa (el deseo morboso de querer saber sobre la vida privada de otros, por ejemplo), sino al esfuerzo de conocer y explicar tanto el universo que nos alberga como nuestra propia conciencia, San Agustín elabora:

Ella es la que nos hace andar investigando los efectos ocultos de la naturaleza, que no es exterior y está fuera de nosotros, que para nada aprovecha averiguarlos, y los desean saber los hombres no más que por saberlos; con el mismo fin de satisfacer su curiosidad perversa procuran averiguar algunas cosas por arte mágica.

En fin, durante siglos después de San Agustín, la curiosidad fue considerada un atributo perverso del ser humano que debía ser castigado para suprimirlo, pues era peligroso querer saber más y más. Aun los más doctos santos en ocasiones se equivocan, y Agustín de Hipona lo hizo al equiparar el deseo innato de los humanos por conocer y explicar la naturaleza, con el fisgoneo o el husmeo del brechero y chismoso, ciertamente aberraciones detestables que nada tienen que ver con saber por saber.

Hoy es manifiesto que la curiosidad es peligrosa, pero solo para los déspotas y tiranos de toda índole que desean aprovecharse y/o frenar el avance de la humanidad. Sin embargo,  en nuestro subconsciente permanecen trazas del ancestral temor a fomentar la curiosidad en nuestras hijas y nuestros alumnos. En ocasiones dictaminamos que la curiosidad mató al gato ante las insistentes indagatorias de las niñas que por naturaleza son inquisitorias (en la buena acepción del término), cuando en realidad “lo importante es no dejar de hacerse preguntas”. Somos nosotros los que por arraigado reflejo intentamos sofocar la curiosidad- que por suerte parece tener más vidas que una  gata- pero en muchos casos los tutores al menos espantamos la natural pasión de la juventud  por conocer y explicar lo que nos circunda.

Ni que decir tiene que “es un milagro que la curiosidad sobreviva a la educación formal. En efecto, es prácticamente milagroso que los métodos modernos de enseñanza no hayan estrangulado por completo la divina curiosidad de la indagación.” Pues nuestras factorías escolares no obedecen al precepto de que “El arte de enseñar no es otra cosa que el arte de despertar la curiosidad de las almas jóvenes, para posteriormente satisfacerla”, según palabras de Anatole France. Todo lo contrario, en lugar de incitar la curiosidad de los estudiantes desde la educación inicial hasta la formación de maestros, insistimos en ejercitar arduamente la memoria, a pesar de que cada día más “la memoria es la inteligencia de los tontos”. En lugar de abrir la mente del alumno como un paracaídas, que es la única forma de hacerla verdaderamente útil, hacemos todo lo posible por cerrar la mente y estrangular la curiosidad, muchas veces sin darnos cuenta de lo que hacemos. Para ilustrar el fallo de la escuela tradicional, evocamos la sentencia lapidaria de un célebre curioso del siglo XX hablando en base a su propia experiencia escolar: “Educación es lo que queda después de olvidar lo que se ha aprendido en la escuela”.***

Hoy sabemos que la curiosidad y la creatividad, la exploración y la experimentación, son junto a la innovación y la imaginación: “más importante que el conocimiento”.  Lo conocido representa el pasado, y el futuro será producto de la curiosidad y sus damas de compañía antes enunciadas. ¿Se han fijado en la importancia que tendrá el cortejo de féminas del aprendizaje en forjar el porvenir de nuestra juventud?

¿Estamos en proceso de cambiar nuestro sistema escolar para fomentar la curiosidad de las estudiantes y ayudar a desarrollar en ellas la capacidad de formular las preguntas pertinentes? ¿Y los maestros, están preparados para estimular en sus discípulos la sed insaciable de la curiosidad para que sigan aprendiendo durante toda la vida?

Hoy soñamos que en el no distante futuro cada una de nuestras nietas, y por qué no, todos los egresados de nuestras escuelas podrán  decir con sinceridad:

No tengo talentos especiales, pero sí soy apasionadamente curioso.”

Pero no nos detengamos en el sueño, y dejando atrás el anacrónico temor a la curiosidad, abramos con firme voluntad las mentes de nuestra juventud como paracaídas multicolores y multiformes para aterrizar en un futuro promisorio.

*Escribimos nietas sin intención de discriminar al único nieto, ni a los demás varones del mundo. Simplemente respetamos que ellas son mayoría, y han sido tradicionalmente las niñas las más coartadas en dejar volar libre su curiosidad natural.

**Quizás este atrevimiento de Anatole France contribuyó a que en 1922 sus obras completas entraran al infame Índice de libros prohibidos, lista de obras literarias y científicas proscritas a los católicos observantes, tardíamente (más de 15 siglos después de fallecido San Agustín) abolida en 1966 por el Papa Pablo VI. Aunque el laureado escritor francés consideró la proscripción de su obra literaria por el Vaticano una distinción, Francisco haría bien en remediar la omisión de una disculpa a los autores y a los creyentes, en vista de su demostrada facilidad para pedir perdón por las transgresiones del pasado.

***Las seis citas sin atribución específica en el texto, son traducciones de expresiones del confeso curioso e icónico “genio del siglo XX”, Albert Einstein.