El mundo de la acción humana está impregnado de un saber que rara vez coincide con lo que se piensa o se ha demostrado que es la verdad. Es decir, una cosa es la verdad empírica y otra distinta son las razones para actuar y de dónde se extraen los motivos para ello.
Cuando queremos o deseamos hacer algo no estamos buscando qué teoría puede proveernos de criterios suficientes para optar por lo mejor (en sentido ético y moral), sino que echamos mano de instrumentos propios a la sabiduría práctica o, en buen número de casos, actuamos por razones meramente afectivas.
Uno de los instrumentos más recurrentes creados por la sabiduría práctica es el refrán. Regularmente es una frase de fácil memorización que indica un posible curso de acción en una situación dada. No hay una pretensión de ley en el refrán, sino de formalizar un posible juicio en una situación dada y que sirva como “criterio de actuación”.
La magia del refrán es su maleabilidad ya que puede conducirnos a revisar cuáles serían las consecuencias de una acción o bien podría decirnos la fuente de los motivos para actuar de determinada manera. Un mismo refrán puede enfocarse en las consecuencias o en las fuentes del actuar mismo, de ahí su riqueza como criterio de actuación en la sabiduría popular. Por ejemplo, “Dime con quién andas y te diré quién eres” es tan general y claro a la vez que podríamos aplicarlo tanto a situaciones deseables como aquellas no deseables. A los efectos de una actuación o a las razones para actuar de tal modo.
Pero el refrán no es el “vellocino de oro” de los métodos de discernimiento de la acción razonable; su imprecisión, su origen y el modo en que se aplicó trajo consigo su propio desprestigio. Añádase el hecho de que en la cultura occidental la oralidad pasó a un segundo plano como fuente de conocimiento y el refrán depende por entero de la cultura de la oralidad. Él es su expresión más fidedigna. ¿Es posible recuperar el refrán como aspecto de la sabiduría popular y práctica?
Aunque no planteo una vuelta irracional al refrán, descubro en él una fuente indiscutible de sabiduría que, en términos de actuación ética y moral, nos brindaría más beneficios que prejuicios. Lo planteo volviendo a un elemento central en el refrán que podríamos llamar de “inteligencia práctica”, es decir, el refrán nos invita a mantenernos despiertos y ser astutos en términos de decisiones para la vida buena.
Recupero el hecho de que la vivencia del refrán siempre demanda en el sujeto que lo aplica la posesión de cierta “inteligencia” previsora que en la filosofía práctica de Aristóteles coincide con lo que llamó prudencia. Allí donde hay prudencia está presente la capacidad de adecuar medios y fines con la rectitud de lo tenido como bueno y justo. Si no hay prudencia, no sirve el refrán ya que sería tan solo un montón de palabras inútiles que en nada incidiría en nuestra toma de decisiones.
Entonces, ¿debo ser prudente para actuar prudentemente? He aquí una de las contradicciones a las que llega el pensamiento cuando aborda la cuestión del actuar humano. Ya el mismo Aristóteles advirtió esta paradoja y la resolvió recurriendo a un refrán popular para la época: “Una sola golondrina no hace verano”.
La teoría de la virtud sugiere una interpretación en una sola dirección de este refrán: para ser bueno debemos hacer el bien constantemente, no basta con un único acto de bondad. El problema es que, en Aristóteles, la recurrencia al refrán mostró una convicción previa a la teoría de la virtud que indicaría una lectura en otro sentido: la dialéctica entre lo particular y lo colectivo. Una sola golondrina (caso particular) no hace verano (lo colectivo) ya que lo último es conjunción de los primeros.
El refrán encarna esta síntesis creadora entre lo particular y lo colectivo. Su origen anónimo conserva esta tensión productiva entre la aplicación individual de una regla y su fin colectivo. La sabiduría popular jamás puede ser una síntesis exhaustiva de lo vivido; pero es un rastro del éxito en el difícil arte de aprender a vivir. Arte siempre actual.