He sostenido en varios encuentros académicos que estamos padeciendo, en términos de desorden ciudadano y de impunidad política, lo que se sembró varias décadas atrás en cuanto a formación intelectual, educación en valores y estructuración del sistema de justicia en el país. De alguna u otra forma la pobreza en valores morales que nos adorna como sociedad tiene sus raíces en la crisis educativa que padecimos en la década de los ochenta y noventa del siglo pasado. Como colectividad, solo ahora cosechamos lo sembrado por otros.

Lo mismo puede decirse hacia adelante, esto es: en las próximas décadas cosecharemos lo que hayamos sembrado hoy, no solo en cuanto a formación en valores sino también en cuanto a formación intelectual de las nuevas generaciones y reestructuración del sistema de justicia. La disciplina, el orden y el respeto a lo común que nos rige, la ley, no surgen de la nada, sino que deben ser trabajados conscientemente a largo plazo desde múltiples áreas.

La ausencia de proyectos comunes hace de nuestra identidad algo frágil, tanto como colectividad y como individuos. La carencia de un proyecto permanente a largo plazo nos debilita y provoca la pérdida de la reflexividad necesaria para la autointerpretación en la recurrente sombra de lo no duradero, de lo frágil y episódico de la vida que solo existe para completar el ciclo vital: nacer, crecer, reproducirse y morir. Lo transitorio de la instantaneidad nos obliga a lo fragmentario y esto último es contrario a la permanencia del proyecto identitario que, aunque se da siempre “en el tiempo”, lo trasciende.

El problema es la falacia de que para emprender reflexivamente una identidad personal o colectiva lo que sostiene la vida, en su propia instantaneidad y necesidad, debe estar satisfecho o por lo menos protegido en su ejecución. Pensamos que, sin lo ligado a su nutrición y seguridad satisfecho, que es la garantía de la continuación en la vida misma, nadie se dedicara a pensar en un proyecto identitario a largo plazo. Pensamos de este modo porque tenemos la creencia de que la configuración de un sí reflexivo solo es posible a largo plazo ya que la narratividad de la vida y del proceso identitario demanda de un discurrir temporal, de una larga disposición temporal de la existencia.

El modo alguno se plantea aquí o se pretende mostrar que el juicio reflexivo sobre sí es posible tan solo dentro del marco de la contemplación y no de la acción humana. La dinámica de la vida misma, en sus diversos niveles y esferas, muestra cómo “la continuidad de la vida” es posible atenderla desde el mundo de la acción humana, desde las actividades que realizamos en términos de labor, trabajo y acción política. La vida inactiva o teorética no es garantía de una mayor reflexividad y, por ende, de un mayor autoconocimiento, sino que en el desarrollo de mis propias capacidades es posible esta certeza de que se está en el camino de una vida ejemplarmente buena y, por tanto, que puede ser alabada y emulada por otros como una vida digna.

A partir de estas ideas me cuestiono la sentencia de Platón en su Carta VII donde señala que “El pobre no es dueño de sí”. Salvando la relación entre pobreza y esclavitud que subyace a la sentencia platónica (el esclavo no se pertenece sino a su amo), podemos argüir que los procesos de reflexividad en el momento actual no están determinados por la condición social y económica de los sujetos.  En condiciones de pobreza hay imperativos de manutención y defensa de la vida que obligan a la satisfacción de las necesidades ligadas a su mantenimiento; pero ello no impide que, en el mismo acto de atención de la necesidad, en la misma preocupación por el vivir se desarrollen caminos de comprensión de sí.

El descubrirse a través del desarrollo de las capacidades conlleva una mejora sustancial y cualitativa de la vida con los demás en el marco de las instituciones justas. Los espacios de reflexividad no son necesariamente espacios de inactividad, ni tiene por qué ser espacios en solitario e individual en todo momento, aunque en última instancia se trate de desarrollo del individuo.