Las reflexiones cortas y en algunos casos los aforismos no buscan la explicación lógica de las cosas, sino producir ese efecto alucinante, de deslumbramiento, de destello visual, si se quiere ilógico y que a su vez funciona como un catalizador hacia nuevas formas de interpretar la volátil realidad

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En la literatura siempre se puede tomar por material lo desechable, lo que nadie mira, lo que a los ojos de la mayoría no tiene ningún valor. Los más grandes fracasos literarios están relacionados con la descripción de la belleza. Imposible sacarle más brillo a lo que la naturaleza, de por sí, le ha regalado esa virtud. Sin embargo, a un hombre abandonado por todos, rodando solo en la noche, sin familia, sentado al borde de una alcantarilla, se le pueden encontrar pepitas de oro ocultas entre su sucio gabán.

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Voy a borrar de mis cuadernos de apuntes cualquier idea que pretenda señalar un camino a los demás hombres. Es un acto de arrogancia intelectual creerse faro en un mundo arropado por la neblina desde su nacimiento.

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Las perogrulladas deberían de ser declaradas un arte tan importante como la literatura, el teatro o la música. Tengo amigos, que dicen ser agudos críticos de arte, profundos conocedores del ser humano. Lanzan sus torpedos al aire y se destapan con frases tan manidas, tan elementales que me dejan impávido, sobrecogido por la simpleza de sus pensamientos. Lo bueno de todo es que ocupan grandes titulares. Insisto: debe de ser considerado lo banal como un género artístico emergente, fruto de esta nueva oleada de talentos llegada junto a los medios de comunicación.

He cerrado todas mis ventanas, para ver si se hacen más claros mis adentros.

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Se sabe un sol radiante. Nada, ni nadie a su alrededor existe. La intolerancia viste de distintas maneras.

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Después de la incursión de Charles Bukowski en la literatura, lo escandaloso se volvió trivial, poco original pretender tomar arsénico en público. El escritor de estos tiempos tiende a ser más discreto. Lleva a los niños al colegio, asiste a las reuniones de su club y en algunos casos extremos va con regularidad a misa los domingos. En otras palabras se ha vuelto un animal doméstico. Ve la vida detrás de un cristal. Pasa por ser anónimo. Un ser intrascendente e invisible, cuyas tribulaciones entran en la esfera de lo íntimo, entre cuatro paredes, a solas y al margen del mundanal ruido de las apariencias. Por supuesto, hablo de un tipo de escritor al que me afilio en su forma de ser. Admito con enorme pesar que, al igual que muchos otros animales considerados exóticos, estamos abocados a la extinción.

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Envidio la falta de profundidad de muchos escritores, viven en la superficie, en la eterna garantía de no ahogarse.

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Definitivamente creo en la reencarnación, en la otra vida. Hace millones de años, en un régimen de fuerza intolerante fui fusilado en medio de la plaza. Sufría de amnesia. Cada vez que se me pedía repetir el catecismo de la época en todas sus formas, político, artístico y religioso, me equivocaba en algunas de sus frases. Entendieron, con mucha razón sus sabios dirigentes que era más saludable para esa sociedad eliminarme, y heme aquí de nuevo con mi karma a cuestas, como una oveja negra e irreverente en medio del camino.

Mi urgencia con las palabras es geométrica. Busco la línea recta, la distancia más corta entre dos puntos, el golpe que llegue más certero al corazón. Soy como ese pastor de ovejas que estaba sobre la roca distraído y fue desafiado por el rey a una partida de ajedrez y en cuatro movimientos logró derrotarle. No juego con las palabras, voy al centro, trato siempre de dar el jaque mate del pastor.

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A diferencia de otros, escribo textos desequilibrados, desajustados, de los que se van por la tangente. Escribir es un intento permanente de alejarse del centro de la vida, un huir constante, quien busca la luz del mundo enceguece. Es por eso que los más grandes escritores son unos inadaptados. Viven en las antípodas de los francotiradores. Su éxito reside en no acertar, en equivocarse de camino siempre, evadiendo en todo momento la certeza, matando el oráculo que habita en su interior.

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Si dentro de ti no habita como escritor el héroe y el villano, El Lobo y Caperucita, Sancho y El Quijote, dedícate a colocar ladrillos en un convento, quizás esa sea tu real vocación.

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Ese aire de irónica superioridad que tiene el mediocre de mirarte desde arriba cuando un peldaño le permite sentirse seguro.

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Mozo, por favor, vierte un poco de fantasía en el vaso, está muy cargado de realidad.

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Me he propuesto escribir cada vez más condensado, pensar en libras esterlinas, no ceder ante lo fácil, arriesgarlo todo en breves palabras, ir con una espada volando cabezas. Este es el coste de dejar algo perdurable y creo que a veces, sin llegar a caer en la vanidad de pensar que soy un escritor de valía, lo he conquistado. He recibido de algunos de mis lectores la constancia de que el filo de mis letras cruzó por su cuerpo y les ha dejado mutilados. Y es que la verdadera literatura tiene esa extraña virtud, tritura por dentro. Lo otro es cosmético, bambalina de salón.

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Puedo estar de acuerdo con el contrario, si me demuestra que lo mueven cosas humanas.

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Octavio Paz, aprendí a través de ti a no prender incienso, pero veo que tus acólitos inundan el salón de humo.

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Lo bello al despedirse punza, hiere, hace sangre en el iris. Una estela de navajas recorren las manos cerrando el horizonte de neblinas y a su vez dejando un aroma de nauseabunda sepultura. Si todo fuera tan solo un cambio de escenario, lo hermoso por lo horripilante, el paisaje sereno del bosque por el desierto árido, la nube de algodón que cubre el alto cielo por el caos y el terrenal infierno, si así fuera sería más soportable, más llevadera la ausencia. Lo único inaguantable para el hombre es lo inaccesible, lo oculto, lo inmaterial, el rostro líquido. Sin embargo, frente a todo ello, lo que queda al partir lo bello es la nada, el círculo vacío y sin fondo, el sobresalto espantoso de la locura en la concavidad cerrada de los ojos.

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Escribir tiene sus desventajas: te pones en la mira de los que solo aceptan el halago.

La generosidad es una flor muy rara, pocos la cultivan. Pienso en ello cuando veo la publicación de un bello poema o un escrito encantador y nadie, absolutamente nadie, celebra ese hallazgo. Cuando suceden estos actos de indiferencia, recuerdo inmediatamente una escena de una película Italiana, La familia. Dos hermanos, al final de sus días, se sientan a pasar revista a sus años de juventud. Uno de ellos le dice al otro -casi como reconocimiento póstumo- que creía que sus escritos, aquellos que le mostrara en su adolescencia, tenían un gran valor. El que recibe el elogio responde: ¿de qué sirve saberlo a los noventa años? ¿Por qué no me lo dijiste al inicio de mi carrera?

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El increíble esfuerzo que toma ser banal y sin embargo hay a quienes se les hace tan fácil.