“Con frecuencia, los países en vías de desarrollo se encuentran atrapados entre 2 opciones desagradables: la suspensión de pagos, que conlleva el temor al colapso de la economía, o la aceptación de ayuda (préstamos), que conlleva la pérdida de la soberanía económica”-Joseph E. Stiglitz.

Al borde de la disyuntiva que plantea Stiglitz, renombrado economista y profesor universitario norteamericano, muchos piensan que entre la suspensión de pagos y la pérdida de soberanía económica -entrega de las decisiones soberanas a las grandes corporaciones bancarias y a los gobiernos de naciones desarrolladas cuyos intereses representan- media la responsabilidad política.

Obviamente, el concepto de responsabilidad política no es una variable que los economistas consideren de alguna relevancia para extraer conclusiones válidas en sus análisis. Como sabemos, suelen centrarse en las complejidades del costo del financiamiento, liquidez, solvencia, sostenibilidad fiscal, comercio exterior y de balanza de pagos, así como en el análisis de las situaciones de vulnerabilidad, entre otros aspectos.

No obstante, considerando que los países en vías de desarrollo no tienen las mismas características estructurales y que las diferencias en cuanto a la dotación de recursos, fortalezas institucionales y tasas de crecimiento son harto diferenciadas, creemos que la responsabilidad política, la que concierne a las clases gobernantes, adquiere una relevancia especial.

Deberíamos convenir en que no es lo mismo gestionar un país con un claro sentido estratégico, buen juicio, sensatez y clara vocación por las decisiones morales, que administrarlo con un enfoque inmediatista, clientelista que no toma en cuenta en sus decisiones perentorias los elementos de lo que sería un proyecto de nación de alto consenso sectorial.

En este último caso, el endeudamiento excesivo y la caída en el abismo de más deudas para mantener el servicio, definen una desgraciada norma que puede convertir los avances sociales y económicos alcanzados en determinadas áreas, en retrocesos que bien pudieran medirse en décadas. Además, también en este último caso, deberíamos incorporar al análisis los sobrecostos de los avances, sus enormes ineficiencias y deficiencias de calidad soterradas. A todo ello se suma el formidable costo estatal (y social) de la clientela y el pillaje de los fondos públicos.

Estamos de acuerdo con Stiglitz. No obstante, el resultado de pérdida de soberanía en nuestros países resulta a todas luces de la funcionalidad de un modelo mucho más complejo en el que intervienen de manera invisible y visible muchas y confusas variables. Muchos de los elementos objetivamente presentes no son tomados en cuenta en los análisis de la carrera del endeudamiento y sus funestas consecuencias.

En este contexto, un asunto nos llama la atención desde hace mucho tiempo. ¿Cuál es la responsabilidad en el nivel de endeudamiento actual de cada administración política sufrida o disfrutada? Vemos que se diserta con entusiasmo sobre las cuotas de responsabilidad política en el endeudamiento público consolidado en las épocas de las campañas electorales. La oposición atribuye al partido del gobierno todas las culpas. En justicia, deberíamos tomar en muy en cuenta que en cada período gravitan los compromisos por endeudamiento de los períodos anteriores (efecto de arrastre: todavía seguimos pagando deudas del período 2000-2004). Por tanto, habría que determinar el endeudamiento neto contratado en cada período y analizar su estructura por moneda, tasa de interés y plazos (lo que hablaría de las bondades o perjuicios potenciales de las contrataciones).

Como no disponemos de este dato en forma detallada, debemos contentarnos con la fijación de los incrementos netos de la deuda en cada administración. Esto, sin perder de vista que en cada período, además del peso de las deudas viejas, gravitan la calidad del gasto, el desempeño macroeconómico y su sensibilidad al entorno mundial, el comportamiento del comercio exterior, la cobertura de las reservas y la entrada de remesas -de fundamental interés en nuestro caso-, todo lo cual puede cambiar considerablemente la percepción del grado de responsabilidad política de cada administración.

Comoquiera, y como veremos en una forzosa próxima entrega, los montos acumulados de endeudamiento de los últimos ocho años están sugiriendo serios ajustes en la política fiscal, dentro de las restricciones sociales y políticas implicadas. Hasta el momento, la habilidad de pagar la deuda pública se concentra en la capacidad de contratación de nuevos préstamos, bajo la modalidad que sea, lo cual parece menospreciar los mencionados límites sociales y políticos. Ello puede socavar seriamente tanto la estabilidad macroeconómica como la misma habilidad de seguir pagando. Tanto una cosa como la otra, íntimamente relacionadas, harían tambalear en el largo plazo la gobernabilidad democrática.