“Si yo te debo una libra, tengo un problema; pero si te debo un millón, el problema es tuyo”-John Maynard Keynes.
En el mundo real intervienen tantas variables económicas y financieras que resulta difícil determinar cuándo los compromisos contractuales por endeudamiento arriban a límites que pueden poner en peligro la estabilidad macroeconómica y la solvencia o el buen nombre del país que se trate.
Para hacer un planteamiento serio tendríamos que tomar en cuenta, en primer lugar, que el dólar estadounidense sigue siendo la moneda de reserva mundial. Su apreciación sustantiva incrementa el costo de la deuda en pesos y eleva la presión sobre las finanzas públicas por la vía del incremento del pago de amortizaciones e intereses. Dada la rigidez relativa de la estructura tributaria, la necesidad de continuar con la agenda gubernamental y el limitado efecto multiplicador del gasto, la contratación de nuevos empréstitos privados no se hace esperar.
También debemos saber quiénes son los tenedores de la deuda pública. Por ejemplo, más de un 95% de la deuda pública de Japón está en manos de residentes. Conocido este hecho, no suele generar mayores preocupaciones que las acreencias de este país hayan representado 235% del PIB en 2017. Menos preocupante resulta este coeficiente si sabemos que los japoneses suelen ahorrar entre un 24 y un 30% del inmenso volumen de los ingresos que producen.
El caso dominicano refleja una situación algo diferente. El gran monto de las deudas contratadas pertenece a acreedores privados extranjeros (cerca de un 70%), la tasa de ahorro interno bruto (PIB menos gasto de consumo final) ronda el 20% y la estructura impositiva se caracteriza por una marcada inflexibilidad en una situación en que la evasión puede muy bien resultar muy cercana a los cobros actuales del Estado.
Finalmente, también deberíamos tomar muy en serio las carteras de activos de los bancos nacionales y sus compromisos con la deuda estatal. Si resultan muy elevados, pueden desatar crisis bancarias en las que el Estado estaría obligado a intervenir para salvar a todo el sistema del colapso y retornar la confianza a la ciudadanía.
Esta indeseable situación generaría más deuda. El Estado, sobre todo en países pequeños o económicamente rezagados, debe buscar los fondos de salvamento con frecuencia recurriendo al incremento del endeudamiento externo o interno, siempre de niveles muy cuantiosos. Puede observarse que en los últimos meses del año el gobierno ha enrutado hacia el endeudamiento interno, lo cual se refleja en una sustantiva reducción del ritmo de contratación de nuevos préstamos a los bancos y organismos multilaterales de crédito.
En cualquier caso, hay muchas propuestas serias para determinar cuál es el límite razonable del coeficiente endeudamiento/PIB. Un ejemplo, menos digerible para los no economistas, es el llamado Marco de Sostenibilidad de la Deuda (MSD) para evitar riesgos, elaborado por el Banco Mundial y el FMI para los países de bajo ingreso. Este marco integra la evaluación de la estabilidad macroeconómica, la sostenibilidad a largo plazo de la política fiscal y la sostenibilidad global de la deuda, además sirve principalmente para decidir el acceso al financiamiento del FMI, así como para establecer los límites de deuda de los programas que esta institución respalda.
Recientemente, aparece la perspectiva de Kenneth Rogoff (Harvard) y Carmen Reinhart (ahora también en Harvard), quienes describen una dinámica de la deuda en tres fases: 1) Escaso ahorro privado; 2) Crisis bancaria, y 3) Aceleración del gasto público (2010). Para estos destacados economistas una deuda elevada refleja simultáneamente unos ingresos fiscales menores y un crecimiento más lento.
Según sus hallazgos, la deuda pública bruta perjudica el crecimiento cuando alcanza el 90% o más del PIB. No obstante, entienden “que no existe ninguna regla válida para todas las épocas y para todos los lugares”. Aseveran que los resultados de su investigación están muy lejos de aconsejar correr detrás de ese umbral sin medir las consecuencias, aunque no se trate “de un umbral mágico que transforma los resultados”.
Si vemos el endeudamiento público consolidado dominicano al margen de las pasiones políticas o las opiniones de economistas mercenarios que solo por su sólida formación merecen nuestro respeto, entenderíamos por qué para la economía dominicana llegar a un 50% sería extremadamente un ratio excesivo y peligroso.
Nuestra estancada tasa de ahorro nacional (en 2018, como % del PIB, fue más baja que en 2004), los límites que impone al presupuesto la evasión fiscal y el llamado gasto tributario improductivo, las frágiles bases del impresionante crecimiento económico de los últimos años, la irracional y clientelista composición del gasto público y su dudoso efecto multiplicador, la lamentable escasa diversificación de la deuda contratada y la no despreciable presión fiscal que ejercen las recurrentes operaciones de recapitalización del Banco Central, son variables, entre otras importantes, que mueven a preocupación cuando hablamos del impresionante crecimiento de la deuda registrado en los últimos años.
Más grande es esa preocupación si reiteramos que la deuda se paga efectivamente con las recaudaciones tributarias, tasas y arbitrios que provienen de los ciudadanos y las empresas, o con nuevas deudas externas e internas que acrecientan su stock y cuyos pagos, sostenidamente incrementados, salen igual de la misma fuente. Hoy todavía no llegamos al 90% de Rogoff y Reinhart, pero, de no introducir correctivos, vamos camino a merodear sus proximidades.