El concepto de libertad ha sido uno de los temas más debatidos por el ser humano a través de la historia. Desde la Grecia antigua entendemos la libertad como perteneciente al orden de la razón, lo que implica que solo es libre aquél que actúa conforme a su racionalidad.

Extrapolando este concepto de libertad racional al ámbito jurídico, necesariamente tenemos que referirnos a las leyes penales y al poder punitivo del Estado. Es un principio consustancial a la idea de Estado que tenga para sí el monopolio legítimo del uso de la fuerza y la violencia. ¿Y en cuál otro ámbito por excelencia, que no sea el derecho penal, el Estado interviene de forma tan implacable en la libertad del ser humano?

Si bien es cierto que la norma penal, y el proceso penal, es el resultado de la voluntad del legislador, representante legítimo de la voluntad de la mayoría, y que son instrumentos necesarios para gestionar, de una forma u otra, la conflictividad social, no es menos cierto que hoy día la corriente imperante en las sociedades liberales y democráticas es limitar cada vez más esa facultad coercitiva del Estado.

Al plantearnos las valiosas preguntas: ¿si no obedezco puedo ser coercionado? Y si es así, ¿por quién, hasta qué punto, en nombre de qué y con motivo de qué?, nos situamos en el centro mismo de la discusión todavía actual acerca de los fines del derecho penal. La producción de un mal de la dimensión de la privación de la libertad de un ser humano sólo podría justificarse si ello supone un bien mayor, concepción que ha venido a consolidar el principio de mínima intervención penal, o ultima ratio. Precisamente, este tiene una íntima relación entre el modelo de Estado Democrático y el fin del ius puniendi del Estado.

Las garantías procesales son justamente ese obstáculo en beneficio de la persona para evitar que el goce efectivo de sus derechos fundamentales sea vulnerado por el ejercicio del poder punitivo en medio de un proceso penal

Vemos que se trata de una discusión en el fondo nada banal, pues nos referimos a las tensiones entre el individuo y el colectivo, al trato que el Estado debe dar a la persona, así como a la justificación propiamente hablando del derecho penal en una sociedad democrática. Por tanto, el reconocimiento y respeto de las libertades individuales deben verse no sólo como una limitación respecto a terceros, sino que constituyen un medio de defensa vital frente a las posibles actuaciones arbitrarias del Estado[1].

Las garantías procesales son justamente ese obstáculo en beneficio de la persona para evitar que el goce efectivo de sus derechos fundamentales sea vulnerado por el ejercicio del poder punitivo en medio de un proceso penal.

Dentro de estas garantías, la que mayor relación directa guarda con el principio general de libertad del ser humano, y que además es uno de los pilares del proceso penal acusatorio, es la de la presunción de inocencia. Este principio constituye el mayor resguardo para la persona a quien se imputa un crimen o delito, al conservar su estado de inocencia hasta tanto un juez no emita una resolución judicial firme. Definitivamente que esta afirmación de que toda persona es inocente mientras no se declare judicialmente su culpabilidad, es una de las más grandes conquistas del ciudadano frente al poder punitivo del Estado.

De tal suerte que el órgano persecutor debe necesariamente demostrar la responsabilidad de la persona en la comisión del hecho, por medio de las pruebas legítimamente obtenidas en la investigación, debiendo producir la certeza en el juzgador, quien en caso de duda tiene la obligación de absolver al imputado, en aplicación implícita de este principio.

Existe, como podemos ver, una estrecha relación entre el derecho a la libertad y los límites a las medidas coercitivas, en especial a la prisión preventiva, la cual debe estar estrictamente reservada para casos excepcionales, pues resulta contradictorio que para desarrollar una investigación el Estado deba privar de su libertad a un inocente.

Aunque si bien es cierto que el derecho a la libertad encuentra sus restricciones en algunos supuestos, por ejemplo en casos de flagrancia, la propia Constitución establece el plazo de legalidad de dicho arresto, que son 48 horas, tiempo en el cual se debe presentar al prevenido ante la autoridad judicial competente o pronunciar su libertad.

Tal cual se ha señalado, estas garantías constituyen el freno necesario ante el peso ominoso del poder penal en una sociedad democrática y respetuosa de las libertades individuales, tomando en cuenta las implicaciones que tienen las sanciones penales en el bien más preciado y valorado por el ser humano: su libertad.

Como bien ha dicho Zaffaroni[2], el verdadero atributo del poder punitivo es el poder de vigilancia, “el poder verticalizante del modelo corporativo de sociedad, regido conforme a vínculos de autoridad” […], y este poder de vigilancia implica, per se, la reducción de las libertades individuales, la normalización de las conductas, de los cuerpos dóciles de los que nos habla Michel Foucault[3].

En este contexto de lucha de poderes, no podemos tampoco dejar fuera el carácter de selectividad del poder punitivo.  La conflictividad social induce a una especie de selectividad por parte del derecho penal que necesariamente victimiza a los más vulnerables. Es un reflejo de esto el hecho de que el proceso de consolidación del poder punitivo, durante la Edad Media, trajo consigo la expropiación del conflicto, sometiéndolo al arbitrio del Estado, no por el hecho de que lesionara algún derecho de la víctima, sino porque lesionaba el concepto de orden impuesto por el Estado.

De tal forma, como nos dice Zaffaroni, la ideología de la tutela (de esos que se entendían más débiles y menos fuertes) hizo su triunfal entrada por medio del discurso inquisitorial, extendiéndose con gran rapidez hacia los indígenas, los negros, los mestizos, las mujeres, los enfermos, los niños, los envejecientes, en fin, hacia esos “inferiores” cuyas conductas son todavía criminalizadas.

Y es que, a pesar de las conquistas, manifestadas a través del conjunto de garantías y límites que envuelven al poder punitivo, hoy por hoy el derecho penal sigue siendo una lucha permanente entre los que ostentan el poder y aquellos que deben conformarse con ser objetos moldeables de sus intereses.


[1] Berlin, Isaiah: “Dos conceptos de libertad”, en Cuatro ensayos sobre libertad, Madrid, España, Alianza Editores, 1998.

[2] Zaffaroni, Eugenio Raúl: La mujer y el poder punitivo, artículo. Retirado en fecha 17 julio de 2009: http://www.pensamientopenal.com.ar/dossier/0201%5B1%5D._Zaffa.pdf.

[3] Foucault, Michel: Vigilar y Castigar: nacimiento de la prisión, Siglo XXI Editores, 1ª ed., 2004.