Pasar años fuera de la propia patria, en una patria ajena cambia para siempre la visión que del mundo tiene el exilado. La asimilación del funcionamiento y de las reglas del país donde se ha escogido la propia residencia, la distancia que separa el exilado de su patria, le permite mirarla con nuevos ojos.

Años pasados en el extranjero hacen que la propia patria lo sea cada vez menos y la que acoge al exilado, cada vez más. Pero ese proceso no se completa nunca y el exilado se convierte en una especie de apátrida: Ya no es de allá, pero no será nunca de aquí.

La interiorización de las reglas  que ha aprendido, hacen que el exilado sea un poco extranjero en el país que lo acoge y, sobre todo, en su propio país.

Tomemos mi caso como ejemplo.

Hace ya tiempo que cuando voy a Quisqueya no manejo. La razón es simple: Luego de una década manejando en un país en el que las reglas de tránsito son generalmente respetadas, inconscientemente asumo que pasa lo mismo en las calles de la Capital o de Santiago o en la Autopista Duarte. No tengo que decir las trágicas consecuencias que podría causar esta percepción equivocada.

Una vez, atravesaba la 27 de Febrero de Santiago, por el paso de peatones. A lo lejos vi acercarse una yipeta. Inconscientemente asumí que, como pasa en Europa, esta se detendría para darme el paso. El error casi me cuesta la vida. El chofer,  naturalmente, no solo no se paró, sino que me dirigió una mirada asesina y algunos gestos digitales que prefiero no describir. El culpable fui yo por pretender, ingenuamente, que la ley o al menos la cortesía lo motivarían a detenerse. Para colmo, iba hablando por el celular.

Lo mismo me pasa cuando escribo. Hay quien considera que muchos de mis escritos son irrespetuosos: Que las “Memorias del Cancelado” fueron demasiado duras, al igual que ciertos artículos dedicados a la conducta de políticos funcionarios o de la oposición. Tal actitud la he aprendido en Europa. Aquí el ciudadano “de a pie” ejerce el legítimo derecho de criticar, juzgar duramente, ridiculizar, ironizar, hacer huelgas, exigir sus derechos a los políticos. Aquí existen periódicos satíricos cuyas mofas mordaces van dirigidas hasta a los presidentes. Mientras más engreídos son, mayor es la acidez de los ataques que le son dedicados. Es por eso que en Francia, por ejemplo, no ha habido un político más ridiculizado que Sarkozy. Los blancos de la crítica popular no se detienen ahí: En los países donde hay todavía monarcas, como España y Bélgica, estos y sus familias no solo no se escapan a la crítica de sus súbditos sino que tampoco al peso de las leyes.

Inconscientemente asumo que en Quisqueya pasa lo mismo. Y, naturalmente, lamentablemente, me equivoco de nuevo.

Ahora que lo recuerdo, la yipeta llevaba placa oficial.