Para la mayoría de los ciudadanos de nuestro país lo importante no es, a fin de cuentas, quién los gobierne, sino cómo se comportan las personas sobre las que recae esa enorme y grave responsabilidad. En otras palabras, lo que interesa realmente es que los gobiernos trabajen por el bien común, fortalezcan las instituciones, respeten los derechos ciudadanos, protejan las libertades civiles y cuiden el patrimonio público.
Nadie en su sano juicio quiere, por tanto, el fracaso de una administración. El bienestar familiar depende de la marcha del país. Si la economía se cae los dominicanos caen con ella. Si se erosiona el clima de libertad, se cierra el espacio donde se mueven y laboran.
Es fácil deducir entonces la frecuencia con que la gente se estremece cuando los excesos y los desafueros conmueven las estructuras en que se erige el estado de derecho. Hablo de un importante segmento de población, donde converge la más amplia diversidad de intereses, no sólo económicos sino políticos y de otra índole. Grupos dentro de los cuales hay fanáticos de uno y otro partido, entusiastas del gobierno y gente que se le opone. Y en donde es posible encontrar también a quienes entienden que si bien los resultados materiales de una gestión son importantes y juegan un destacado papel en la valoración del público, al punto de decidir una elección presidencial, la forma en que esos resultados se obtienen son de una trascendencia capital, porque la ética en la política, como en los negocios y en la vida partidaria, es esencial a la vida democrática.
Aún en las situaciones de estrechez más deplorables, los valores cuentan. De modo pues que en mi particular sistema de valoración, y en el de más gente de lo que por lo general se cree, la búsqueda del éxito a cualquier precio en cualquier esfera de la vida nacional es inaceptable.