Desde que la política existe, el dominio de su arte consiste en no ser del todo claro en lo que se dice y menos aún en lo que se promete. La ambigüedad permite siempre a un político retractarse con un mínimo de riesgo. Y sobre todo, le permite a voluntad personal interpretar cuanto ha dicho de un modo diverso.
En el devenir político dominicano, desde la fundación de la República, el dominio de ese arte ha sido la diferencia entre el éxito y el fracaso.
Mismo dícese del concepto de lo moral, tan a menudo usado para denigrar o descalificar al contrario, a despecho de su pretendido carácter relativo y circunstancial, a lo que con frecuencia se apela para criticar justas censuras basadas en ideas rígidas sobre el concepto.
El hecho es que en el mundo en que vivimos lo moral no norma el comportamiento de la sociedad, por lo que nadie ni nada posee ya autoridad para decidir por sí mismo lo que viola o respeta ese concepto. Es un mundo que gira al revés. En el que a lo sumo las cosas proceden o no proceden; están mal o bien hechas.
Sin llevar al extremo mi optimismo, pienso que tal vez para afianzarnos como nación nos hace falta recuperar el verdadero valor de lo moral bajo el que otras generaciones crecieron y se educaron. Una tarea impostergable que desdichadamente archivamos, como tantas veces hicimos con otras grandes iniciativas desde el 27 de febrero de 1844.