“Los ateos son aburridos: no hacen más que hablar de Dios”. No sé quién lo dijo pero sí que es una gran verdad. Y sé de qué hablo: Hace muchos veranos, me convertí en ateo.

Aquel verano fue apocalíptico. Aquel verano marcó el fin de mi mundo, tal como lo conocía. Cambié el evangelio de Marcos por el de Sartre; el de Juan por el de Sábato; el de Lucas por el de Onetti; el de Mateo por el de Camus. Aquel verano cambié las iglesias por los lupanares. Cambié el vino consagrado por el romo sin consagrar. Bebí de picos de botellas en lugar de cálices. Dejé el humo sublime del incienso por el humo asqueroso de los cigarros. Me metí con una “hereje” que decía buscar en la biblia – en la protestante – el sosiego que encontrábamos en su cama.

Aquel verano asistí junto a Nietszche al entierro del Altísimo.

Aquel verano me entregué de lleno al combate contra las supercherías, contra las supersticiones. Cambié el cuadrito de san Pancracio que me regaló mi abuela por el retrato de metro y medio de alto de un diablo de largas uñas y ojos azules que dibujó otro ateo. Cambié el crucifijo de palitos de tender ropa que hice cuando niño por una calavera desdentada que me miraba con sus cuencas vacías. Fui miembro destacado de aquella banda cuya misión era no dejar piedra de iglesia sobre piedra de iglesia ni fe de devoto intacta. Aquel verano me preparé concienzudamente. Me leí la Biblia de cabo a rabo, pero ya no como seguidor de Dios sino como abogado del Diablo. Aquel verano me aprendí de memoria los argumentos que me enseñaron esos que, según mi madre, “me voltearon como a una media”.

“¿Sabían que Onán derramaba su simiente en la tierra?¿Sabían que las hijas de Lot lo emborracharon para fornicar con él?” Estas cosas decía a mi madre y a mi tía la devota de san Antonio. La primera lloraba, pobrecita. La segunda le decía, para consolarla, que las lágrimas de santa Mónica salvaron a su hijo san Agustín del fuego del infierno.

“ Dios ha muerto, ¿no percibes el hedor de la putrefacción divina? ¿Dónde estaba Dios cuando creo el mundo, si el mundo no existía?¿Puede Dios crear una piedra tan grande que ni Él mismo pueda levantarla?” Estas fueron las letanías que sustituyeron mis padrenuestros, avemarías y glorias.  Y las repetía sin cesar, a los que querían oírme y, sobre todo, a los que no querían oírme. “No me cabe ninguna duda: Jesucristo se dio a Magdalena”. Eso decía a curas y a diáconos.

Aquel verano quemamos biblias y planificamos secuestrar el niño Jesús del nacimiento del monumento la navidad siguiente. Afortunadamente, las amenazas de otra de nuestras sufridas madres de denunciarnos a la policía hizo que desistiéramos de tal necedad.

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Afortunadamente han pasado treinta y tantos veranos desde aquel verano lleno solo de cosas terribles (salvo la cama de la “hereje”, naturalmente). Ese largo periodo me permitió matizar mis opiniones y mis ideas. Con la perspectiva que dan los años, comprendo ahora que se trató de la gran crisis de mi adolescencia. Si pienso en aquellos tiempos terribles, es porque algunos debates sobre la existencia o no de Dios que han aparecido en ACENTO han hecho que los recuerde. Quisiera aprovechar la ocasión para compartir algunas reflexiones al respecto.

Pienso que muchas veces la religión y el ateísmo son las dos caras de una misma moneda: así como la existencia de Dios da sentido a la vida de unos, su no-existencia da sentido a la de otros. De hecho, al ateo no le basta tener la certeza de que Dios no existe. Siente una necesidad obsesiva de imponérsela a los otros.

Curiosamente, los ateos son tan proselitistas como lo son muchos cristianos, o quizás más. Así como los Testigos de Jehová, por ejemplo, van de casa en casa los domingos regalando ejemplares de La Atalaya y despotricando contra el Catolicismo, así van los ateos con “El ocaso de los ídolos” bajo  el brazo, despotricando también contra todo lo que huela a divino. Es como si quisieran salvar de la ignorancia las almas de los que creen. Pero, ¿qué almas, si, para ellos, las almas no existen?

Curiosamente, los ateos son tan intolerantes con las creencias ajenas como lo fueron los inquisidores medievales o como algunos creyentes extremistas. Es como si al no convencer, quisieran imponer sus creencias a los otros. Y si no lo logran, entonces se dedican a burlarse de las creencias ajenas.

Curiosamente, los ateos tienen tanta fe en que Dios no existe como los creyentes la tienen en que sí existe ¿Quiénes tienen la razón? Difícil pregunta a la que no han encontrado respuesta legiones de filósofos, teólogos y científicos que durante siglos se la han hecho…

En definitiva, me parece que el ateísmo es una religión como la demás, en las que se adora a un dios, a un no-dios. La única diferencia es que los ateos – sus fervorosos creyentes – ignoran que  tienen una religión de la que adoran a su protagonista.

Aclaro que en estas líneas me refiero a los ateos proselitistas, en cierta manera a los ateos extremistas, a los miembros de la línea dura del ateísmo, equivalente al Opus Dei católico. Hay muchos otros ateos cuyas convicciones son firmes sin necesidad de convencer a nadie: les debe parecer absurdo conversar sobre algo (o alguien) que no existe.

En cuanto a mí, ya no soy ateo, acaso agnóstico. Practico un agnosticismo tolerante con las religiones. He vuelto a mis raíces. No sé si Dios existe, pero prefiero pensar que sí. Y actúo en consecuencia. Voy a misa con menos frecuencia de lo que me gustaría. Me agrada escuchar el Evangelio. Poco me importa que lo que el mismo narre sea ficción o realidad: la sabiduría siempre es bienvenida. (La sabiduría se encuentra hasta en los lugares menos esperados, como en la Barra Báder, allá en la 16 de agosto de Santiago, donde tanto creyentes como ateos comulgaban con cervezas cenizas y quipes libaneses, acatando a rajatablas el proverbio que Lula había escrito en un cartoncito y colgado en un tramo: “Prohibido hablar de religión y de política”. Lula sabía que, además de dañar el negocio, esas discusiones no llevan a ningún sitio). En todo caso, en las páginas del Evangelio he encontrado más paz que en las de “Así hablaba Zaratustra”. Por lo demás, conservo un espíritu crítico apartado de los extremos, que me permite leer tanto los libros ateos de Papini (“Un hombre acabado”), como los que no lo son (el hermosísimo libro “La vida del Cristo”). Puedo leer las “Confesiones” de san Agustín y el “Tratado de Ateología” de Michel Onfray y sacar personalmente mis conclusiones.

No trato de convencer a nadie y agradezco que nadie trate de convencerme. Pero no puedo evitar invitar a los ateos que me lean a reflexionar sobre lo siguiente: es razonable reconocer los límites de la razón humana. Es posible que Dios exista. Repito: es posible. Les dejo más abajo dos oraciones y una anécdota, por si les sirve de algo:

Dicen que un ateo, a quien le entró la duda de la existencia de Dios en su lecho de muerte, oró: “Dios mío, si tú existes, ten piedad de mi alma, si tengo una”. Hermosa muestra de sinceridad intelectual.

“Padre nuestro, que estás en los cielos, quédate ahí”, oró Jacques Prévert en una de sus poesías. Hermosa poesía.

Un amigo de Voltaire, lo cuestionó al ver que sus ataques a lo divino se iban haciendo menos frecuentes y menos virulentos. “Todavía Dios y yo no nos hablamos, le respondió Voltaire, pero ya nos saludamos”. Hermoso ejemplo de tolerancia.