“Los delitos llevan a las espaldas el castigo” – Miguel de Cervantes.

Somos de la firme convicción de  que antes de polemizar, hacer oposición o descalificar cualquier reforma o medida de política, especialmente cuando se participa activamente en las redes sociales, debemos ser responsables y hacer las averiguaciones de lugar, aclarar los conceptos y sus alcances, poner la cuestión de nuestro interés en contexto político, social y  económico, y tener la capacidad de aprender de los juicios ajenos, claro, siempre que las fuentes no sean los descabezados o idiotas que abundan en las redes sociales.

El trato que recibe la extinción de dominio en la mayoría en las legislaciones revisadas es de acción autónoma, lo cual significa que  es independiente (tiene vida jurídica propia) tanto respecto a la facultad sancionadora del Estado (ius puniendi) como del derecho civil.

Este aspecto es fundamental:  la existencia, curso y decisión del proceso penal no influye, en modo alguno, en la existencia, curso y decisión del trámite de extinción de dominio (ver: Cárdenas Chinchilla, Carlos Eduardo, 2013). Su margen de aplicación es más amplio que la legítima facultad de penar o sancionar del Estado en materia de corrupción administrativa y narcotráfico.

Por tanto,  la acción es independiente de cualquier juicio de culpabilidad que afecte al propietario de los bienes implicados en un juicio de extinción de propiedad. Además, no es una acción motivada por intereses patrimoniales, lo cual significa que no se circunscribe al ámbito patrimonial de la propiedad ilícitamente adquirida. En definitiva, es una acción que no está motivada por intereses patrimoniales sino por intereses superiores del Estado, como son la protección del patrimonio público, el tesoro público y la moral social.

Es decir, la extinción del dominio ilícitamente adquirido no es un instituto que se circunscribe a la órbita patrimonial del particular afectado con su ejercicio; en realidad estamos frente a una institución asistida por un legítimo interés público.

Otro importante elemento para el enfoque de nuestro anteproyecto de ley es que la acción en la materia se plantea en una jurisdicción diferente a la civil y a la penal, y debe esbozarse claramente como una acción independiente de otro proceso que pudiere estar ocurriendo en cualquier otra jurisdicción (proceso penal iniciado de forma preliminar, simultánea, en fase de resolución firme o con derivaciones en extinción de dominio).

En cuanto a la sentencia, la de extinción de dominio es declarativa, entendiendo por ello que la pérdida de la titularidad de los bienes es de carácter definitivo en cuanto a su objeto. Como apunta el autor precitado “…la pérdida del derecho sobre el dominio no es una sanción penal ni accesoria civil por un delito o un acto ilícito, sino más bien es la extinción del dominio por medio de una sentencia declarativa, la cual es independiente de la existencia o no de un delito”.

En resumen,  es una acción pública de orden superior (por las razones expuestas más arriba), judicial y  directa. Es de carácter judicial porque busca cuestionar la legitimidad del derecho de dominio sobre unos determinados bienes, por lo cual debería gozar de todas las garantías judiciales; también es directa en tanto su “su procedencia se supedita únicamente a la demostración de uno de los supuestos consagrados por el constituyente: enriquecimiento ilícito, perjuicio del tesoro público o grave deterioro de la moral social” (ver: Tobar Torres, Jenner Alonso, 2014).

En este contexto es de fundamental interés que la futura ley designe un órgano jurisdiccional especial del Estado con la competencia de evacuar sentencias declarativas sobre la extinción de dominio. El proceso puede iniciar de oficio por el Estado o por medio de cualquier ciudadano o entidad reconocida que informe de la existencia de bienes susceptibles de la acción de referencia.

Lo que debe quedar claro es que tal acción se enfoca de manera exclusiva en la forma ilícita o delictiva de apropiación o disposición de bienes de parte del titular o de quien tenga interés en el derecho de propiedad.

Muchos cuestionan los fundamentos constitucionales de la iniciativa resucitada por el senador Taveras. El artículo 51 de nuestra Constitución establece claramente que la propiedad tiene una función social que implica obligaciones. Dentro de dichas obligaciones, aparte de las limitaciones destinadas a la salvaguarda de derechos fundamentales, figura aquella referida al origen lícito de la propiedad de los bienes y destino de los bienes a actividades prohibidas por el ordenamiento jurídico.

En este mismo artículo se dispone que los bienes de personas físicas o jurídicas, nacionales o extranjeras, “podrán ser objeto de confiscación o decomiso, mediante sentencia definitiva”, cuando tengan “su origen en actos ilícitos cometidos contra el patrimonio público,  así como los utilizados o provenientes de actividades de tráfico ilícito de estupefacientes y sustancias psicotrópicas o relativas a la delincuencia transnacional organizada y de toda infracción prevista en las leyes penales.”

No hay que ser abogado para deducir lógicamente que la confiscación o decomiso de bienes ilícitos, ya sea por su origen o por su utilización o destino, “solo podrá producirse como consecuencia de una decisión judicial, sin que ello suponga, sin embargo, que dicha decisión necesariamente deba producirse como consecuencia de un proceso de naturaleza penal” (ver: anteproyecto).

Para cerrar magistralmente tan fundamental tema el constituyente alude directa y claramente al instituto de extinción de dominio, al establecer que “la ley establecerá el régimen de administración y disposición de los bienes incautados y abandonados en los procesos penales y en los juicios de extinción de dominio, previstos en el ordenamiento jurídico.”  De aquí que la confiscación o decomiso de bienes ilícitos pueda lograrse no solo mediante un proceso penal, sino también mediante juicios de extinción de dominio.

La ley de extinción de dominio no solo tiene fundamentos constitucionales, sino que resulta ser una obligación del Estado derivada claramente de convenciones, convenios y membrecías en organizaciones y grupos especializados.