“Cuando el delito se multiplica, nadie quiere verlo”-Bertolt Brecht.
El senador Antonio Taveras retomó con renovado entusiasmo, compromiso, buena voluntad legislativa y determinación entusiasta uno de los tantos mandatos constitucionales que, desde el momento en fuera proclamada nuestra Constitución el 26 de enero de 2010, no se ha cumplido.
Se trata de una norma muy especial: la iniciativa legislativa de extinción de dominio, de implicaciones e impactos de difícil predicción, connotación nacional y efectividad claramente dependiente de la madurez institucional y política de la nación. Ella trata de la confiscación o decomiso de los bienes de probado origen ilícito o de proceder judicialmente cuando la naturaleza delictiva de estos se presume como probablemente cierta.
La propiedad privada es reconocida y garantizada por el Estado como función social que supone necesariamente obligaciones. Nadie puede ser privado de sus propiedades, a menos que el derecho sobre ellas no tenga un origen ilícito o en los casos en que sean identificadas como de utilidad pública o interés social por el Estado.
En estos dos últimos casos la autoridad está compelida a retribuir de manera justa el valor de lo expropiado, además de que debe mediar un acuerdo entre las partes y una sentencia de instancia judicial competente. Igualmente, el Estado puede disponer de la propiedad privada en situaciones de emergencia nacional formalmente declarada, pudiendo ocurrir que la correspondiente indemnización ocurra posteriormente.
La extinción de dominio es un mundo peculiar que ha sido objeto del estudio de afamados juristas e instituciones especializadas. Como neófitos en materia jurídica -por lo que solicitamos la mayor indulgencia de nuestros lectores-, nos permitimos unas reflexiones sobre la crucial materia de la extinción de dominio.
La propiedad privada debe ser reconocida, fortalecida, respaldada y respetada por todos. Este es un precepto fundamental de las modernas democracias. Al margen de ello, sabemos que ella ha sido siempre motivo de grandes y cruentos conflictos humanos, inenarrables acciones de pillaje y vandalismo, guerras fraticidas y, en muchas ocasiones, justificación de las más obscuras inclinaciones de la psiquis humana.
Desde el largo proceso de desintegración de los grupos gentilicios, hasta llegar en largo y violento recorrido al capitalismo moderno, la propiedad privada, bajo sus diferentes modalidades, no solo fue el motor de sucesivas, prolongadas y desalmadas disputas y guerras entre los grupos organizados de humanos, sino también, junto al ingenio humano, el más formidable motor del desarrollo.
Siendo así, ¿debemos hoy permanecer indiferentes ante el espantoso crecimiento de la propiedad privada de origen ilícito que resulta harto evidente para la ciudadanía e invisible para nuestras autoridades? ¿Debemos permitir que la propiedad adquirida con el trabajo, la dedicación, la disciplina personal y la honradez a toda prueba sea suplantada por costosas posesiones de bienes materiales cuya licitud no puede ser demostrada fehacientemente por sus propietarios declarados? ¿Debemos seguir siendo indiferentes ante la progresiva sustitución de la propiedad resultado del trabajo decoroso y ejemplar por aquella que es producto de todo tipo de actividades delincuenciales?
La propiedad legítima es la que tiene probados o probables orígenes lícitos o que está en conformidad con el ordenamiento jurídico vigente. La propiedad cuestionable es aquella que tiene, en una u otra medida, bajo una u otra modalidad, sus raíces en actividades tipificadas como delictivas, independientemente de cualquier declaración de responsabilidad penal.
Si la propiedad ilegítima llegare a poner en tela de juicio o dañar la moral social, los cimientos mismos del Estado de Derecho o hasta el régimen de competencia en el mercado, mal haríamos en no actuar, en cruzarnos de brazos o asumir irresponsablemente las consecuencias fatales como inevitables.
La iniciativa del proyecto de Ley de Extinción de Dominio, ahora socorrida y responsablemente defendida por el senador Taveras, pretende lograr una actitud activa y proactiva frente a los activos de distintas clases mal habidos, entre ellos los procedentes de la malversación agravada de los fondos públicos, bajo la premisa del respeto del debido proceso y los derechos de los implicados. Permitir que las apariencias de legitimidad de bienes sea la norma, es un atentado de gran calado contra la democracia, la moral y las buenas costumbres (ver: https://youtu.be/NbBCDCa–H8).