A mi corta edad, he aprendido a observar la conducta humana, en diferentes escenarios y circunstancias.
Mi percepción prematura, ha sido siempre la de abrazar la teología de San Agustín, de ver para creer.
La vida me ha dado el privilegio de haber tenido una madre alfabetizadora e inquisitiva; un padre pragmático e irreverente.
Creo, con convicción agustiniana, que el devenir de la humanidad esta llena de desaciertos e incoherencias.
Nunca aceptamos nuestros errores, como un accionar humano, producto de nuestras convicciones, frustraciones e incompetencias. Esto así, al colmo de buscar culpables exógenos a nuestro accionar cotidiano.
Mi transito por esta vida terrenal, lleno de amor y sinsabores, me ha colocado en la disyuntiva de conceptualizar el fracaso, o el éxito, como una propuesta circunstancial de la vida, impulsada por factores externos ajenos a nuestro devenir emocional e intelectual.
¡Qué gran paradoja!
Si viene bien, y si no llega, también.
La humanidad, como la conocemos hoy, esta llena de abrojos emocionales, que solo son superables a través de un ejercicio de introspección profunda y desprovisto de perjuicios y pareces.
Lo ¨Divino¨ es solo una pobre conceptualización de la impotencia emocional, basada en una carencia de incompetencias, dentro de un marco indeleble de la soberbia material e intelectual.
El ejercicio de la prudencia se ha convertido en un lastre cultural, que promueve la vagancia extrema, a la hora de aceptar quienes somos real mente.
Tanto así, que en cada acto cotidiano de nuestras vidas, siempre señalamos a los culpable y no aquellos que realmente nos hicieron reflexionar oportunamente.
Soy un fervoroso creyente de la circunstancialidad cotidiana debido a que los entramados cronológicos se presentan como eventos momentáneos, que luego de una efímera existencia, quedan en el pasado. De ahí que, lo importante es vivir el presente, que es la base indeleble del futuro.