Dedico esta breve reflexión poética —hija de la imaginación literaria— a esos seres humanos luminosos que aún perciben una oportunidad para el hombre.

Inicio haciendo la siguiente declaración: ¡no soy profeta! Ni en mi propia tierra ni en la tierra de nadie; no divulgo avisos ni anuncio tempestades. Sólo escribo, sólo pienso, siempre en función de lo que alcanzan a ver mis ojos invisibles, los que habitan en mi interior más profundo: si corre la sangre, escribo en rojo; si se oyen lamentos, pronuncio gritos luminosos, palabras de mañana. Pero no soy profeta. Ya lo dije: ni en mi propia tierra ni en la ajena.

Pero hay que admitirlo —sin necesidad de apelar al discurso bíblico, al discurso basado en la Palabra: vivimos tiempos difíciles, parecidos a los que, desde hace más de mil años nos anunciara  el Apocalipsis de San Juan, el último de los libros de la segunda Biblia, es decir, del Nuevo Testamento», escrito por Juan, el pescador, nacido en el año 101 de la era actual.

Nunca el tiempo fue tan apocalipsis como ahora ni el génesis antes estuvo tan lejano. Todos los pasos, los de ayer, los de hoy, se esfuman, se van. Hay un alejamiento total —abismal, no tan solo social— y el hombre, diminuta esfera radiante, se apaga ya, se va perdiendo.

La primavera, obra maestra del italiano Sandro Botticelli (1445-1510).

Lo confieso: siento pasos en mi alma como potros de la guerra. ¡Qué intensa agonía nos aguarda fríamente! Lo presiento. Yo no soy el único culpable —¡todos somos culpables de la decadencia del mundo!—; llevo en mí la semilla de la causa y dudo mucho que otros vengan y digan lo mismo que yo. Y tal parece que no estoy tan de juicio perdido, puesto que el argentino más ilustre, en uno de sus textos memorables, nos legó esta premonitoria sentencia: «Se cierne ahora sobre el mundo una época implacable.  Nosotros la forjamos, nosotros que ya somos su víctima».(1) Son de Jorge Luis Borges esas palabras.

La ambición del hombre, como virus feroz mensajero de muerte, hará sangrar la vida y no podrá la humanidad hacer ya nada, porque todo ya fue escrito y lo que tendrá que ser, será y lo que debió ser, ya fue. Quizá sea la pesadumbre que abate al mundo la que atraviesa esta visión mía tan apocalíptica. Pero ya lo dijo hace tiempo Federico García Lorca, el inmortal poeta español nacido en Fuente Vaqueros: «Todo se ha roto en el mundo. / No quedará más que el silencio».(2)

Pueda que una reflexión poética trascienda lo literario para expresar de un modo distinto la realidad que nos revienta en tiempos de pandemia. Eso es posible. Que a través de ella veamos, como espejismo en el Sahara, lo que no existe y solo es posible presentir con el auxilio de las palabras. Sí, en la reflexión poética bien podrían cabalgar la ilusión óptica, la utopía y también la esperanza de que todo pasará del mismo modo en que ocurrió hace una centuria. Solo ahora, 100 años después, acudimos a la memoria histórica para indagar sobre lo acontecido en el mundo. ¿Acaso haremos lo mismo en el año 2120 en caso de continuar dándose el mismo ciclo centenario de las pandemias? Es tan débil la memoria del hombre y es tan dado a repetir sus errores, sus irracionales equivocaciones.

Reflexionamos poéticamente como anhelando llegar al fondo de todo, a la raíz de todo; aspiramos a decirlo todo, aunque nos quede ese vacío enorme en el alma al comprender nuestro fracaso, porque la realidad de una cuarentena global que se extiende sin límite desborda las posibilidades tranquilizadoras de una reflexión poética. Pero aun así, a pesar de eso, nos mantiene vivos, esperanzados en seguir respirando el aroma de una primavera interminable. Así es: continuar vivos es la clave, rearmando nuestra existencia a diario, con paciencia, con esperanza. Tal vez nos sirva de algo lo que ya dijo Salomón, el último rey del reino unido de Israel, en su Libro de Eclesiastés» (Cap. 9, vs. 4-5):

«Aún hay esperanza para todo aquel que está entre los vivos; porque mejor es perro vivo que león muerto. Porque los que viven saben que han de morir; pero los muertos nada saben, ni tienen más paga; porque su memoria es puesta en olvido».

Notas:

*Basada en mi obra inédita Laberinto apocalíptico: poemas post-bíblicos.

(1) En: Jorge Luis Borges. Obras completas. Buenos Aires, Argentina: Emecé Editores, 1989. Tomo I: pp. 580-581.

(2) Versos de su «Poema de la soleá», en su libro Poema del cante jondo (1921).