Un ejercicio bien complejo es el de tratar de descifrar las razones de algunas candidaturas. Por ejemplo, la que pudo existir en la mente de la dirigencia de un partido al reservar en el 2010 una diputación para premiar la conducta pública de un señor acusado de abuso sexual contra una menor y contra el cual sus colegas en la cámara nada hicieron. Causa escalofrío pensar que esa agresión contra el buen sentido no llegó a materializarse sólo por el escándalo mediático que provocara. Ni hablar de la espantosa selección entonces de otro diputado reservado para la sindicatura de Santiago, con una deprimente hoja de incumplimiento en sus obligaciones legislativas, a cuyas sesiones no asistía nunca pero sí cobraba el salario, con la deplorable explicación de su uso en un zoológico privado.
Igual podía pensarse de la nominación de otro legislador vinculado a un tráfico de personas a través de la frontera, delito por el cual cumplió condena en el 2005. En el oficialismo también se peleaban por la postulación de un síndico que llevaba doce años en el cargo y que en los seis para los cuales deseaba quedarse en el 2010 difícilmente hiciera por Santiago lo que no hizo en todo ese largo ejercicio salpicado de cuestionamientos.
A todos los vicios y defectos del quehacer político partidista se agrega la práctica de reservar candidaturas para permitir lo que se ha definido como oportunidad para “figuras notables”, lo que implica que los demás simplemente no lo son. Cubiertos por ese paraguas se resguardan muchas iniquidades, la más odiosa de las cuales es la de atraerse apoyo a cambio de posiciones, como si la política fuera en realidad lo que la mayoría de dominicanos piensa de ella: un mercado de canonjías y encubrimiento, impropios de una democracia. Por esa razón se le teme tanto a las primarias abiertas, la forma de elección más transparente y democrática en los partidos.