En vista de que se está aproximando el final del cuatrienio en curso, no resulta sorprendente que vuelve a ser un tema de interés público la insistencia de ciertos sectores en reformar la Constitución para permitir la reelección presidencial más allá de dos periodos consecutivos, aunque en el caso preciso que nos ocupa, en términos más bien legales, se trataría por igual de la eliminación del vigésimo artículo transitorio de la Constitución del 2015. Es preciso recordar que en caso de se concretice dicha reforma, se trataría de la cuadragésima ocasión en que se modificaría nuestra carta magna.
Una reforma constitucional es un proceso de suma importancia y gravedad y no es algo que se debe decidir realizar a la ligera. La Constitución sirve como el instrumento base de convivencia de un pueblo ya que establece la estructura a partir de la cual se establece el Estado y nuestra vida democrática. Esto tiene como consecuencia que la Constitución es un instrumento que nos pertenece a todos los dominicanos y dominicanas y no a un particular. Es por esta razón que no se debe agotar un procedimiento de reforma constitucional para beneficiar a un solo individuo.
Nuestra falta de institucionalidad y pobreza democrática se debe esencialmente a esta ligereza constitucional en la cual nuestros representantes han preferido optar por tergiversar nuestra Constitución para su propio beneficio en vez de cumplir con ella, tanto en lo que está escrito como en el espíritu que resulta de lo que está plasmado.
La sociedad dominicana debe vehementemente rechazar cualquier intento de reformar la Constitución en este sentido, pero no debido a cualquier lineamiento político que pueda tener un individuo sino por respeto y apoyo a nuestra lacerada democracia. Se trataría de la tercera reforma constitucional en lo que va de la década y definitivamente no es el precedente con el que quisiéramos comenzar la década del 2020.
Parte de lo más doloroso del irrespeto constitucional que permea nuestra nación no es solamente el constante asedio por el cual pasa este instrumento, sino que históricamente se han repetido los mismos deslices. Jesús de Galíndez -citado por Jorge Prats- en una ocasión resaltó que: “[E]n Iberoamérica, la Constitución parece ser un ‘tabú’ que todos reverencian por instinto y pocos aplican en la práctica. Casi nunca es un documento básico de Gobierno en que la generalidad está conforme; suele ser un instrumento partidista, un programa de acción política impuesto por el grupo predominante. Por eso cambia con tanta frecuencia a medida que van y vienen los Gobiernos. La Constitución no es permanente; pero todo nuevo régimen se apresura a escribir en otra Constitución más los métodos que quiere utilizar y los principios que quiere aplicar. El ‘tabú’ pesa” (Jorge Prats, Eduardo. Derecho Constitucional Vol 1. Santo Domingo: Editora Búho, 2013, P. 96).
Lo transcrito anteriormente deja ver que nuestros desafíos actuales no son de origen reciente, sino que se remontan a nuestro pasado histórico disfuncional comenzando en el 1844. Es momento de que el pueblo dominicano -en donde reside la soberanía, por imperfecta que sea- manifieste su oposición a la continua utilización de la Constitución como instrumento de utilidad para aquellos que se encuentren en el poder en determinado momento. Resulta pues, que no hay mejor momento para cambiar este precedente que el actual en vista de los recientes comentarios y rumores que hacen alusión a una venidera proposición de reforma. Es por igual importante que dicha oposición no se nutra de conveniencias políticas sino que de una genuina preocupación social por nuestro entorno.
En todo caso, aún así se convoque a la Asamblea Nacional Revisora con los fines de modificar la Constitución, dicha reforma debería someterse a un referendo aprobatorio, aunque como bien indicarán algunos, este tipo de reforma no necesariamente entra dentro del scope del Artículo 272 de nuestra Constitución por lo que parece poco probable que se llamase a un referendo en ese caso. Habría que ver cual fue la intención del legislador del 2010 con esta disposición, pero resulta contradictorio que aquellas reformas que versen sobre el ordenamiento territorial y municipal sí estén condicionadas a un referendo aprobatorio mientras que aquellas que versen sobre la función del aparato político -como en el caso que tenemos ante nosotros- no se encuentren sometidas a este requisito de manera explícita cuando indudablemente la segunda guarda mayor importancia que la primera. Faltaría ver si el Tribunal Constitucional tiene la oportunidad de delimitar o conceptualizar el alcance de aquellos renglones que deben ser sometidos a un referendo aprobatorio.
No obstante no estar claro si constitucionalmente se debe agotar un referendo aprobatorio para la eliminación del artículo transitorio – o cual sea la conformación final de la potencial reforma-, el deber ser es que el pueblo tenga la voz final en este tipo de asunto, en vista de que nuestros dirigentes suelen oponerse o desisten de tocar el tema de reelección al principio o con anterioridad a su gestión, para luego pivotar a favor de ella por lo que se contraría la idoneidad del sistema representativo del cual somos parte. Independientemente del deber ser, nuestro legislador del 2010 no incluyó expresamente este escenario bajo el ámbito del Artículo 272, por lo que resulta cuesta arriba suponer que la opinión del pueblo dominicano será tomada en cuenta en esta ocasión.
El no romper con este esquema de lenocinio constitucional implicará ipso facto que se continuará repitiendo el mismo en la perpetuidad, siendo víctima la sociedad dominicana. La suerte está echada dirán algunos, pero no menos cierto es que contamos con los medios para empoderarnos y salvaguardar nuestra dignidad como sociedad a través de la utilización de nuestra libertad de expresión como instrumento de presión política y posteriormente a través de nuestro deber fundamental de ejercer el voto.