Pertenezco a esa generación a la que los analistas de la sociedad contemporánea, no sé si llamarles sociólogos o sociópatas, llaman perdida. Es una manera de decir que hemos sido ingenuos y cándidos. Me niego a creer que tengan razón.

En aquellos años setentas y ochentas soñamos, y por ello se luchaba, con los grandes ideales, los de la justicia, el trabajo, la igualdad, la paz, la fraternidad universal, los derechos humanos, el bienestar para todos. Alargue usted, amable lector, con un etcétera interminable todo lo que quiera esa lista de sueños.

Sí, eran tiempos de y para la utopía. El resultado cuatro décadas después no ha sido, desde luego, ni el esperado, ni el merecido. La utopía quedó en quimera y hoy el mundo está mal, aunque algunos, justo los que abortaron el sueño, quieran consolarnos diciendo que vamos por el buen camino, lo que no es verdad.

Gentes como el "ultraderechista" noruego Behring Breivik nos hacen caer en la cuenta de que los ideales, los buenos ideales, aquellos en los que merece la pena soñar y que exigen de las nuevas generaciones poner toda la carne en el asador, siguen siendo necesarios y urgentes y hay que recuperarlos.

Viendo la cara de satisfacción y hasta de orgullo, la sonrisa cínica que este noruego exhibía al salir del juzgado tras haber abatido en dos atentados milimétricamente calculados a setenta y seis ciudadanos de un país tan pacífico y poco habituado a la violencia y al terrorismo, que no supo reaccionar a tiempo, me reafirmó en la convicción de que tenemos que reavivar los principios y sueños de la generación malograda.

Breivik, odia el islam y a todos los musulmanes, considera que las democracias europeas, principalmente la de su país, están acabando con la identidad de Europa y, en consecuencia, trata de cerrar el paso al multiculturalismo y la colonización islámica a quienes ve como una auténtica amenaza.

Como los mesías de pacotilla, este masón ultraderechista, está satisfecho y hasta orgullo de hacer lo que hizo. No pide perdón porque no tiene conciencia de haber hecho nada malo y acepta de buen gusto los años de cárcel que le caigan de la misma manera que un libertador acepta dar la vida por la liberación de su pueblo.

Con la boca para afuera todos rechazan y condenan lo que ha hecho este solitario amante de los video juegos, y miembro de los templarios, pero no pocos con la chiquita lo admiran y, sin llegar a aprobar lo ocurrido, consideran que la causa de Breivik es una causa, si no justa, si necesaria en las circunstancias actuales. No en vano, doce de los 49 países que según Wikipedia componen el continente europeo, en las últimas citas electorales han incrementado sus votos aumentando el apoyo de los ciudadanos. El extremismo tintado de nacionalismo y xenofobia está dejando de ser tabú y respetables políticos que aspiran al poder empiezan a tomárselo en serio y a convertirlo en argumento electoral.

Los jóvenes socialdemócratas que se reunieron en la paradisíaca isla de Utoya terminaron en un infierno del que apenas han quedado unos pocos testigos para contarlo. Entre lo que ellos dicen y la propia confesión del asesino se han podido reconstruir los hechos que nos recuerdan el atentado de Oklahoma perpetrado por el estadounidense Tomithy Mc Veight que provocó 168 muertos y a más de quinientas personas dejó heridas.

Gente como Breivik y Mc Veight hacen hoy más necesario que nunca la recuperación de valores y principios como el de la tolerancia, la paz, el respeto a las diferencias y la fraternidad universal. Reunidos en Londres el primer ministro español y el inglés dijeron que la respuesta a los atentados de Oslo debe ser más democracia.

Puede que sea así, pero a la vista de cómo va el mundo, deberemos construir una nueva democracia en la que Breivik y Mc Veight  no aborten los sueños de la población.