Recuerdo haber leído en un "paquito" (a los que les decíamos "muñequitos" o "comics"), la trágica historia del choque entre el buque de pasajeros italiano, Andrea Doria, insignia de la navegación trasatlántica de entonces, y el noruego Estocolmo. Lo hice en aquellos cuadernillos ilustrados con historias, personajes y noticias de impacto, que se elaboraban para acceso visual y comprensible de los niños y jóvenes de los años cincuenta.
Luego supe que el dramático choque, ocurrido en las cercanías de New York, fue un suceso de 1956 por lo que presumo que mi lectura del caso date de unos dos o tres años más tarde. Lo cierto es que con las actuales herramientas para indagar, por vía de Internet, lo acaecido en el pasado reciente o lejano, resulta muy fácil de conocer por sus detalles.
Volviendo a releer sobre ese acontecimiento, caímos en cuenta que además de los factores físicos (una espesa niebla cubría el pasaje al sur de la península de Labrador, muy cerca de Nantucket), una imprudencia no calculada, como siempre, posibilitó el fatal encuentro entre ambas naves, impactando la noruega el casco de la italiana por el casco a estribor (derecha).
De los 1,076 pasajeros y tripulantes que abordaban la nave, murieron 46 y del que la chocara por su proa (de frente) murieron sólo 5.
Pero mientras el Estocolmo siguió su rumbo hacia New York (su quilla, preparada para actuar como rompehielos, le salvó de daños mayores) y solo a posteriori, luego de quedarse en las faenas de rescate del Andrea Doria, el hermoso barco italiano de eslora (longitud o lateral) elegante y sobria, que tenía una sola chimenea centrada, se hundió muy lentamente, escorando o ladeándose, tras once horas de lucha por evacuar a sus pasajeros y tripulantes en los botes salvavidas hábiles. La prensa norteamericana fotografió sus últimos momentos, sobrevolándolo en círculos.
Y todo esto ha regresado a nuestra mente dado el desastre del Costa Concordia y la desastrosa actuación de su Capitan, un cretino de apellido Schettino (que es casi lo mismo) que abandonó la ruta original para realizar una arriesgada maniobra de acercamiento a la Isla Giglio, desviando el crucero con 4,229 personas a bordo, unas 3 a 4 millas náuticas, para luego girar a babor (izquierda), lo que lo acercó demasiado a la zona baja de los promontorios insulares del lecho marino, rasgando su casco en unos casi 49 metros (en algunos medios se ha escrito que fueron 70).
Postrado como si posara para la prensa mundial, el barco italiano, el más grande, junto a su gemelo, el Serena, ahora es una lección de humildad lujosa tendido a medio nivel de aguas, víctima de la arrogancia de su díscolo Capitan, el mismo que en agosto de 2010, hizo similar maniobra en otra isla mediterránea, resultando exitosa, aquella vez, su arriesgada petulancia, al extremo de que le valió elogios desde las oficinas centrales.
Para que la gente puede entender de que se trata, son aproximaciones fuera de ruta que hacen los barcos, guiados por sus capitanes, que se toman dichas iniciativas para al acercarse "saludar" el puerto elegido. En una noche de fin de año, desde el Fuerte Café San Gil, vimos un gran arbolito flotante acercarse a Santo Domingo hacia las horas de la medianoche, pero con tanta prudencia que quedaron lejos del ante puerto y desde allí detuvieron máquinas (obviamente) disfrutando del estallido de luces de las doce y del despliegue de dos barcos cargueros más que estaban cercanos allí fondeados.
Al final, ya transcurrida quizás media hora, el arbolito flotante (evidentemente, un enorme barco de crucero) hizo sonar sus bocinas repetidas veces y a ese llamado de atención siguió un esplendoroso derroche de fuegos de artificio que iluminaron los siguientes minutos de esa madrugada; ya en marcha, siguió soltando destellos hacia la oscuridad del cielo. Y así se fue perdiendo en el horizonte…
El Concordia no pudo hacer nada de eso, tampoco era navidad ni fin de año.
A propósito, ese nombre siniestrado frente a la isla italiana, es el mismo nombre, pero en francés (Concorde), sacado de circulación tras el accidente aéreo que puso en retiro la flota franco británica de aviones comerciales supersónicos. Recordamos el día en que uno de ellos hizo una visita a Santo Domingo y sobrevoló la ciudad, en un gesto de acercamiento, como el que hacen los barcos en esos puertos que no son parte del cabotaje de sus rutas. Pero el veloz avión de pico empinado y alas delta, volaba lentamente, no hacia galas de su velocidad supersónica, por eso lo pudimos ver casi planear sobre la histórica capital dominicana. Eso fue en los primeros años de la década del noventa del siglo pasado.
Es significativo recordar que el Concordia anticipó el inicio del centenario del Titanic, que pasara a la historia, tras aquella noche fría del 14 de abril de 1912, como el naufragio del más grande de su tiempo (apenas 46 mil toneladas y pico), y que iniciara un lento proceso de tragedias en el siglo XX, puesto que luego vino el hundimiento del Lusitania (de 31,550 tt), torpedeado por un submarino alemán en 1915 y 22 años más tarde, el incendio del dirigible alemán Hindenburg, en 1937; y el hundimiento, antes citado, del Andrea Doria (29,100 tt) en la mañana del 26 de julio de 1956, tras colisionar la noche antes…