“Cuando hay muchos hombres sin decoro, 

hay siempre otros que tienen en sí el decoro

de muchos hombres”.

José Martí

El temor que siento cuando comienzan a llegarme desde los medios de comunicación siglas como ACNUR o palabras sin bondad como refugiado, exiliado, tortura, condenado, ilegales, prófugos, presos políticos… me lleva sin remedio hacia atrás, hacia aquellos tiempos en que se encontraron con uno.  Recordar es un buen ejercicio que nos sirve, entre otras cosas, para entender el presente y  tratar de construir el futuro sin esas verdaderas vergüenzas que siguen poniéndonos de punta cada uno de los pocos pelos que nos quedan.

Hacia fines de septiembre de 1973 el gas “pelaba” en Chile.  Todavía me recuerdo preguntando, cuando se podía, por la suerte de alguno de los que todavía no olvido: por Klaus Meschkat, mi profesor alemán de Sociología de Max Weber; por mis compañeros argentinos de universidad Che Tato y Che Vicente; o por el Chascas y Lucio que habían venido desde Bolivia y Brasil a estudiar y solidarizarse con lo que pasaba por entonces en mi país. Por fortuna, recibí una respuesta tranquilizadora: “Los sacó el ACNUR”.

Tiempo después, ya fuera visitando el Comité Pro Paz en calle Santa Mónica o haciendo trámites para la obtención de visas para “personas que estaban privadas de libertad” (presos políticos) volví a encontrarme con la sigla ACNUR. Muchas veces, muchas veces. Y si en el Comité Pro Paz las religiosas acogían, orientaban y protegían a gente muy lejana ‘ideológicamente’ a ellas, los del ACNUR, que parecían invisibles pero estaban en todas partes, nos dejaban alguna idea de lo que podía significar ser, en aquellas circunstancias, un funcionario internacional. Nadie podría poner en duda tantos años después que aquellos verdaderos apóstoles cargan en sus mochilas una cantidad de vidas salvadas imposible de precisar y que nos dieron en esos días siniestros y también luminosos la sensación de que estábamos menos solos, de que el mundo también nos cuidaba.

Claro, no vaya usted a creer que todos opinaban lo mismo. Los chacales los aceptaban, aunque con condiciones. Los criminales les permitían actuar pero con limitaciones. Las bestias rugían en amenazas públicas y en oficios secretos sin poder imponerse a la humanidad que, aunque parecía en retirada, sobrevivía.  Siempre sobrevive.

Así fue mi primer encuentro con el ACNUR, presente en Chile desde el 20 de septiembre de 1973 luego de que dos días después del golpe de Estado el Alto Comisionado de Derechos Humanos, Sadruddin Aga Khan, telegrafiara al ministro de Relaciones Exteriores de la dictadura, “pidiendo al gobierno que cumpla sus obligaciones contraídas en virtud de la Convención de la ONU sobre los Refugiados de 1951 y su Protocolo de 1967”.

La dictadura permitió, casi inmediatamente, la creación de un Comité Nacional de Ayuda a los Refugiados (CONAR) integrado por iglesias y voluntarios que fundaron 26 centros de recepción de refugiados, 15 en Santiago y 11 en provincias.  Tramitaban sus documentos y gestionaban su traslado a países de reasentamiento. La mayoría eran brasileños, uruguayos y bolivianos.

Pero cuando el ACNUR, cumpliendo funciones de intermediación, asumió el problema de los asilados chilenos en embajadas en Santiago aparecieron, como en todos los tiempos, los fariseos (encarnados en esos siempre presentes funcionarios dispuestos hacer todo el mal posible por una modesta paga).  Muchos se quedaron callados y los más activos denunciaron que “esos no son refugiados”. Un mes después del Golpe de Estado, con asistencia de ACNUR y gracias al acuerdo al que habían llegado con el régimen, se había logrado salvoconducto a “4.761 solicitantes de asilo, en su mayoría chilenos. En mayo de 1974, el Ministerio de Relaciones Exteriores había dado alrededor de 8.000 de estos salvoconductos”.

ACNUR intervino en casos de reunificación familiar, ocupándose de reasentar a las familias de los chilenos que ya habían obtenido asilo en otros países, muchos de los cuales salieron de Chile luego de haber sido protegidos en los refugios temporales del ACNUR que existieron hasta abril de 1976, fecha en que fue clausurado el último.

Según la propia ONU “La operación realizada por el ACNUR en Chile a partir de 1973 constituyó un importante hito en la historia de la organización, pues fue su primera operación de envergadura en Latinoamérica”.

Desde 1950 ACNUR ha ayudado a más de 50 millones de personas a rehacer sus vidas.

Más de cuatro décadas después el ACNUR mantiene su oficina en Chile. Hoy se ocupa de la agilización de procedimientos de protección y de documentación a la población de origen colombiano que en su mayoría reside en la zona norte de Chile.

Por supuesto que también en Chile la actividad humanitaria de esta agencia de las Naciones Unidas ha tenido detractores y ha tenido enemigos. Los tuvo durante la dictadura y no hace mucho tiempo fue convocada en Antofagasta, sin éxito, una manifestación ‘contra’ los colombianos.

No vaya a creer usted que sólo se trata de gente movida por la estupidez, eso que el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua define como “Torpeza notable en comprender las cosas”.  No.  Se trata de xenofobia, manifestación de nacionalismo que en Chile (como en todas partes), resulta una caricatura  pues el 11% de su población corresponde a pueblos indígenas.  De lo que se trata es de gente opuesta a que los seres humanos sean amigos de los seres humanos. Gente que observada y escuchada con detenimiento parece más cercana a las bestias carroñeras que a la humanidad.

Cuánto quisiéramos que el ACNUR se fuera de todas partes, que desapareciera de la faz de la tierra.  Cuanto soñamos con un tiempo en que ya no existan peligros para las poblaciones de interés del organismo ni que jamás dictadores y xenófobos puedan significar una amenaza para víctimas que no tengan siquiera una mínima y humanitaria protección.

Cuánto quisiéramos que el ACNUR se fuera de todas partes, que desapareciera de la faz de la tierra, para no tener que contarle a los nietos que en este lugarcito del universo existen refugiados, solicitantes de asilo, desplazados internos y apátridas, y que existen funcionarios que escriben de noche, con caligrafía temblorosa instrucciones secretas, limitaciones ocultas que no tienen otro fin que aspirar a un imposible: que triunfe el mal, que viva la muerte.