La Cámara de Cuentas acaba de publicar un comunicado en la prensa matutina donde recuerda a los funcionarios públicos de distintos órganos e instituciones del Estado, antes eximidos de dicho requisito pero ahora incluidos en la nueva ley vigente 311-14 y que aún no han cumplido con dicho requisito, la obligación de presentar las respectivas declaraciones juradas de su patrimonio.
Dichas declaraciones deberán ser avaladas notarialmente y estar acompañadas de los documentos justificativos de la propiedad de los activos que posean. Y tal como establece la legislación que así lo dispone, serán hechas al comienzo y al final de su gestión pública. El aviso advierte que las declaraciones tendrán que ser presentadas dentro de los plazos establecidos y no omitir ningún bien, so pena de incurrir en falta grave. Asimismo, que cualquier falseamiento en los datos reflejados en las mismas será considerado como delito y penalizado como tal.
La presente ley, cuyos proponentes fueron los senadores Charlie Mariotti y Julio César Valentín, debió atravesar un largo calvario, donde perimió varias veces en el curso de varias legislaturas, antes de poder obtenerse la aprobación de la Cámara de Diputados. Ella viene a sustituir la anterior legislación que databa de 1989 que en la práctica resultó de muy deficiente aplicación, siendo burlada con tanta impunidad como frecuencia, sin que se sepa que ninguno de sus numerosos infractores sufrió la menor sanción.
La actual pieza busca hacer más rígidos los controles sobre la fortuna personal de los servidores públicos, al tiempo que establece penalidades muy severas. Entre estas figuran la incautación de sus bienes y prisión de hasta diez años, dependiendo de la gravedad de los delitos cometidos. Hay también previsiones y sanciones para la eventualidad de que la obtención de fortunas mal habidas traten de ser disfrazadas a través del empleo de testaferros.
A este requisito de la declaración bienes del antes y después de ocupar un cargo público se agrega el principio de “la inversión del fardo de la prueba”, que en el caso de los servidores estatales, por excepción, sustituye el de la “presunción de inocencia” que rige en nuestro sistema jurídico para todos los ciudadanos.
Mediante dicha norma todo funcionario público que muestre una diferencia evidente y de cierta significación en su declaración de bienes al final de su mandato en relación con la declaración inicial, que no se compadezca con la retribución que recibe, está obligado a demostrar la forma legítima en que adquirió los mismos, sin necesidad de que la Fiscalía aporte ningún elemento de prueba. Basta inclusive el simple rumor público para que el funcionario tenga que transparentar la forma en que obtuvo dichos activos.
Sin dudas, son normas que bien aplicadas deben constituir un serio obstáculo para que al amparo del cargo que se desempeñe puedan llevarse a cabo acciones dolosas en perjuicio del Estado, al igual que negocios ilegales y turbios a la sombra del poder.
Pero esto dependerá, naturalmente, de que su cumplimiento esté respaldado por la necesaria voluntad política y el firme deseo de combatir y erradicar la corrupción en la administración del Estado, con el indispensable complemento de una Justicia independiente sin importar la persona, el cargo o el nivel de influencia política o de cualquier naturaleza que posea, de tal modo que no ocurra lo mismo que con legislación que ha venido a sustituir y que a fin de cuentas terminó siendo motivo de continua burla y frustración.