Cuando mi padre murió, aquella triste y plomiza tarde de mayo, lo que proporcionó el valor necesario para soportar la tragedia enorme que se abatía sobre nosotros, no fue más que la inmensa sensación de pequeñez que de mí mismo y de mis hermanos, reflejó su muerte. La verdadera grandeza de su existencia estaba no en sus muchos logros personales, mezclados con similares tropiezos y desencantos que hicieron de su vida una extraña conjugación de éxitos y fracasos que terminaron por abatirle cuando ya le faltaban fuerzas físicas para enfrentar las tempestades, sino en la sencillez de su corazón y en su increíble percepción para captar la esencia pura de la existencia humana en la más intrascendente de la escenas cotidianas.
Tras su expresión adusta y severa flotaba un corazón tan dulce como la miel. Había luchado contra viento y marea y confrontado las peores vicisitudes en la formación de la más grande y exitosa de sus empresas personales, que era su familia, y sin embargo había logrado proteger las fibras esenciales de su corazón, al punto de poder encenderse interiormente ante el esplendor de una naciente flor o las lágrimas de un niño hambriento. Era allí donde residía su verdadera naturaleza y de donde yo extraje, desgraciadamente en la etapa final de su vida, los elementos fundamentales del amor y la admiración que la muerte y el tiempo no han logrado disminuir.
De todas las virtudes, la que más apreciaba en cualquiera de nosotros, sus hijos, eran las de la sencillez y la humildad. Las demás carecían del valor esencial de éstas, porque sabía que el talento, la riqueza y la belleza física, eran después de todo temporales como la vida misma y enanas ante la grandeza de Dios (Extraído de mi libro El mundo que quedó atrás, publicado en el 2002).